Escrito por: LARA COTO
Si te gustan las distopías o estás al día de las series de actualidad, seguramente te sonará el título The Last of Us. Fue un videojuego que salió a la venta en 2013 y que en los últimos años ha tenido una maravillosa adaptación en forma de serie por HBO. Y si, al margen de todo lo anterior, sueles leer este blog a menudo, es probable que el título también te suene porque ya hablé de él en otro artículo del año pasado.
No es difícil darse cuenta de que soy una gran fan de The Last of Us, tanto de los videojuegos como de la serie. Así que, ahora que se está emitiendo la segunda temporada, aprovecho cualquier excusa para hablar de la serie con las personas de mi entorno. El caso es que mis esfuerzos han debido dar sus frutos, porque hace poco, Chiki se subió a este barco y nos contó a mí y a otros compañeros que había empezado a verla, pese a no ser, en absoluto, el tipo de historia que ella suele elegir. Las palabras exactas fueron las siguientes:
“Que sepáis que estoy viendo The Last of Us y mi única meta en la vida es ser los dos señores barbudos cuyos nombres, por supuesto, no recuerdo y plantar fresas en el jardín de un mundo arrasado.”
Bueno, antes de seguir, convendría contextualizar a qué se refiere Chiki con los señores barbudos y las fresas.
Hace ya un par de años, durante la primera temporada, se emitió el que, para mí, es el episodio más bonito de la serie hasta la fecha: Long, long time. En él, el avance de los protagonistas se detiene para dejar que el espectador se sumerja en la historia de Bill y Frank, dos supervivientes del apocalipsis que se encuentran el uno al otro y comparten una historia de amor muy bella.
De todas las escenas que lo componen, la más alabada por la crítica fue una en la que Frank guía a Bill hacia el jardín de ambos (un jardín vallado, sobreprotegido y rodeado de trampas, porque ese hogar lleno de amor se levanta sobre un terreno infestado de zombies) y le muestra una mata rebosante de fresas que ha plantado como regalo. Bill, emocionado, se arrodilla sobre las frutas y ambos las prueban con los ojos llenos de lágrimas.
Es una escena preciosa y no es de extrañar que Chiki quisiera quedarse a vivir en ella. Pero, además, es magistral desde el punto de vista narrativo porque refleja a la perfección el tema de la historia. Toda la temporada gira en torno a la idea de encontrarle un sentido a la vida, de llegar un poco más allá de la supervivencia y volver a sentir que vives por algo en vez de limitarte a sobrevivir. En un mundo arrasado por un hongo mortal, en el que la humanidad está al borde de la extinción y no sabes si llegarás vivo al día siguiente, las fresas (frutas dulces, pequeñas y frágiles) son un símbolo ideal de esto. Representan la esperanza de los nuevos comienzos entre la devastación, el disfrute de las pequeñas cosas cuando parece que ya no se puede disfrutar de nada y el hallazgo del sentido de la vida en mitad del fin del mundo. Bill y Frank traspasan el conformismo de la supervivencia y encuentran el sentido de sus vidas el uno en el otro. Un regalo sorpresa, un momento de disfrute, un sabor delicioso y un motivo insignificante para emocionarse.
Todo ello, representado en una mata de fresas.
Está claro que Chiki captó lo mejor del episodio, pero curiosamente, no fue esa frase la que me llevó a querer escribir este artículo. Fue, en realidad, la respuesta que le dio Alejandro:
“Es un poco lo que hacemos escribiendo”.
No puedo estar más de acuerdo.
Escribir es, exactamente, plantar fresas en un mundo arrasado.
Y no lo digo porque vivamos en una sociedad desesperanzada como la de la serie, porque nos estemos limitando a sobrevivir o porque la existencia se haya convertido en algo oscuro e incierto. Bueno, esto podríamos debatirlo, pero de ser así, lo sería en un sentido más figurado: la supervivencia del mundo real es vivir con el piloto automático puesto, y la desesperanza, afrontar la precariedad, la inestabilidad económica y la desconfianza en la política. Cuando digo que escribir es plantar fresas en un mundo arrasado, estoy hablando, en realidad, de encontrarle un sentido a la vida.
Porque lo que nos permite sobrevivir son las cosas útiles: comer, beber, dormir, respirar, mantenernos a salvo. Pero lo que nos hace vivir, vivir de verdad, son cosas tan inútiles y poco prácticas como el arte, la literatura, el cine o la música. Y por supuesto, la escritura. Es en la creación, en la comunicación y en el cariño donde le encontramos un sentido al tiempo que pasamos en la Tierra.
Viene a ser algo parecido a lo que defendía el profesor Keating en la conocida película El club de los poetas muertos, cuyo discurso me parece perfecto para cerrar este artículo:
“No leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión. La medicina, el derecho, los negocios y la ingeniería son carreras nobles y necesarias para la vida. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor… son las cosas que nos mantienen vivos.”
Así que ya sabes. Si en algún momento notas que la vida real (distópica o no) te arrastra al modo supervivencia, si sientes que has olvidado para qué estás aquí, si tu existencia se ha reducido a una cadena de acciones útiles… escribe.
O, lo que es lo mismo: planta fresas en un mundo arrasado.
Lara es la coordinadora del Departamento de Atención al Alumno. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores desde 2017, donde se ha formado en cursos de Escritura Creativa, Relato Breve y Proyectos Narrativos. Desde 2021 imparte clases de Escritura Creativa para jóvenes y adultos. Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
Más informaciónCoordina el Itinerario Centauros más allá de Orión de literatura fantástica, ciencia ficción y terror, en el que imparte clases desde hace casi diez años. Ha publicado las novelas fantásticas El final del duelo, Vendrán del este (ambas con Orciny Press) y Cástor y Pólux (con Ediciones el Transbordador). En enero de 2024 la novela de terror La hora de las moscas con Plaza & Janés. Además ha participado en varios manuales de escritura de Páginas de Espuma y en varias antologías de relato fantástico.
Más informaciónLicenciada en Física y Máster en Cultura Científica e Innovación. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores en el área de Informática. Imparte un Laboratorio de metáforas y fue alumna de la IX Promoción del Máster de Narrativa de Escuela de Escritores. En 2019 participó en el curso europeo de formación de profesorado de la EACWP. En 2021 publicó su primer poemario, Muro con buganvilla, con la editorial Amargord, reeditado en 2024 por Buenos Aires Poetry.
Más informaciónCoordina el departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Escuela de Escritores. Ha publicado más de una docena de libros para infancia y adolescencia, entre los que destacan El cofre de Nadie, premio Gran Angular 2021, Recuérdame por qué he muerto, premio Torre del Agua 2023 o Un hada con el ala rota. También ha publicado, con la editorial Páginas de Espuma y Escuela de Escritores el manual Escribir Infantil y Juvenil.
Más informaciónLicenciado en Filología Hispánica y diplomado en Guion por la ECAM. En los últimos años ha desarrollado su actividad como escritor en redes sociales, donde acumula decenas de miles de seguidores. Cada viernes, los relatos que publica en su perfil personal se convierten en historias virales en Twitter. Autor de las novelas Las chicas del muro (Ediciones B) y El escritor y la espía (Planeta).
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