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Escrito por: CHIKI FABREGAT
Tejo igual que escribo. O no. Puede que no. Tejo sin culpa y con placer. Y de alguna forma que no controlo, me he embarcado en la extraña tarea de convencer a todo el mundo de que se lance a tejer. Da igual de qué estemos hablando, yo interrumpo la conversación con un: «ay, para eso te vendría genial hacer punto».
Me he dado cuenta de cuánto se parecen escribir y tejer mientras hacía y deshacía un jersey. Y una falda. Esa es la primera coincidencia: cuando vi que el jersey (en la primera versión, un chaleco) no era lo que yo quería, lo arrinconé y empecé una falda. Después, cuando terminé la falda y vi que no era lo que yo quería, la arrinconé, destejí el chaleco y empecé a tejerlo de nuevo, con mangas, esta vez. No valgo para llevar varios proyectos de forma simultánea porque me genera ansiedad, pero a veces me facilita la huida. Es una forma de dejar una puerta abierta para salir corriendo cuando alguno de los muchos síndromes que sufrimos quienes escribimos me ataca. Pero de eso, de huir y de los síndromes, de nuestra necesidad de poner nombre a lo que sentimos, ya hablaremos otro día. Volvamos al punto. (Id a comprar agujas y lana, ya me lo agradeceréis).
Tejer me permite acallar la voz acusadora alojada quién sabe dónde cuando veo la televisión, juego a las bolitas en el móvil o empleo (no diré «pierdo») el tiempo en cualquier actividad improductiva. Porque, cuando no escribo, esa voz me dice que soy lo peor, que debería estar escribiendo, produciendo, avanzando en el siguiente proyecto. («¿Tú te llamas escritora? Mírate, menudo fraude»). En cambio, cuando tejo para no escribir, cada vuelta hace que la labor sea un poquito más grande, que haya un resultado tangible. Soy productiva. Y la culpa se esconde. Ya he terminado el frente, las mangas, el cuello y un poquito de la espalda, en unos días estará completo (si no vuelvo a deshacerlo). Tendrá fallos, puntos perdidos, desajustes…, pero lo habré terminado. Siempre les digo a mis alumnos que terminen un proyecto. Que escriban la peor novela del mundo, si son capaces (hay mucha competencia en esto de escribir el peor texto, no creáis que es tan fácil), porque será mejor que no haber escrito nada y tendrán algo de lo que sentirse orgullosos y, sobre todo, algo que les permita llamarse escritores. Las labores a medias y los proyectos de escritura sin terminar los vivimos como fracasos y no hay mejor caldo para cocinar el abandono y la flagelación que esos tropiezos de mentira.
(Las novelas se corrigen y se revisan, los jerséis no. Tejed, hacedme caso.)
Decía que tejo igual que escribo. No es verdad. Escribo mucho mejor, tengo más herramientas, más recursos, más habilidad y más oficio. Y más miedo. Mucho más miedo. En el tejido me da (un poco) igual el resultado: si sale algo digno de ser vestido, genial. Si no, me lo he pasado bien durante muchas horas. ¿Que las mangas pingan y la sisa está a la altura del codo? Qué más da. Tampoco nadie espera nada de mí, ni siquiera yo. Pero me embarco en las dos actividades con el mismo entusiasmo y con el mismo compromiso. Y, en parte, con el mismo deseo de encontrarme.
Tejer tiene además una ventaja enorme: el cerebro está casi libre, infrautilizado, dispuesto a pensar en esa historia atascada. Salvo que tejas una labor de esas en las que hay que contar puntos, señalar vueltas, poner cien mil ojos y toda la atención, el punto es algo mecánico y, vuelta va, vuelta viene, la mente se expande sin que nos demos cuenta. Llevaba meses atascada con una novela cuando me bajé a comprar lana y agujas. Ni siquiera busqué en el trastero si aún guardaba las de la última bufanda, qué va. Un deseo urgente de huir tuvo la culpa del chaleco que luego fue jersey. Y de la falda. Empecé a tejer y, antes de llegar a la sisa, había terminado la novela.
Alejandro me regaló un libro gordísimo sobre esto de tejer. Lo envolvió con un papel precioso, con una cuerda fina y una tarjeta: «por si se te resiste algún otro libro». Qué importantes los amigos que te apoyan en lo que haces, sea lo que sea, pero de esto también hablaremos en otro momento. Vuelvo a mi regalo, el libro gordo del punto. Puedo aprender a hacer un millón de filigranas diferentes, a usar agujas cortas y largas, a crecer, menguar… Hay tantas posibilidades en esas páginas que asusta. De momento, me quedo en lo que más o menos sé hacer: punto bobo, punto jersey y, si me esfuerzo mucho, algún elástico. He probado con la aguja de ganchillo, pero no es lo mío. Tampoco la poesía, el álbum, las novelas largas y complejas o la literatura para adultos. Antes del jersey tejí muchas bufandas, punto bobo, todas las vueltas iguales. También escribí muchos relatos predecibles, cargados de tópicos y personajes insulsos. Por algún sitio hay que empezar y no tendría sentido lanzarme a una labor complicada cuando aún no sé sujetar las agujas. Mi hija quiere un vestido de ganchillo y mi hijo una novela fantástica con mapa al inicio. También son importantes las personas que confían en ti más que tú misma (y ya hablaremos de ellas otro día).
Hago y deshago, en eso también se parecen mucho mi escritura y mi punto. Prueba y error. La gente entendida en esto de enlazar hilos hace pruebas en trocitos de diez por diez. Prueban un punto, un calado, un cambio de color, ven el resultado y deciden si llevarlo a la labor definitiva. Y es así como debe hacerse para ser más eficaz, para conseguir mejores resultados y para evitar la frustración. Como el que prueba voces, narradores, tiempos verbales… antes de lanzarse a escribir una novela.
Yo me lanzo. No sé si soy valiente, inconsciente, cabezota o una mezcla de todas ellas.
Me lanzo a empezar una labor con su primera vuelta de doscientos puntos y avanzo convencida de que va bien. Después, cuando llevo medio jersey, me doy cuenta de que no me gusta, que no es lo que quería. Busco entonces el hilo, retiro las agujas y recojo la hebra en un ovillo que se va haciendo grande a medida que la labor empequeñece. Es metafórico y bello. En la escritura es más fácil y menos poético: borrar. Plas, pulsando una tecla. Y vuelta al principio. Pero también tiene algo de metáfora del ovillo, porque esas palabras que borro, esas que recojo en algún lugar de la memoria, son la base para la siguiente versión.
No le recomiendo a nadie hacerlo así. Probad en muestras de diez por diez. Yo lo hago porque lo necesito y porque ni en la escritura ni en el punto vivo ese empezar de cero como un fracaso. Tampoco como aprendizaje, la verdad. Podría decir que es mi forma de aprender a tejer o a escribir, pero no, creo que es mi forma de encontrar lo que quiero hacer, la voz que ha de contar la historia, el ancho exacto y preciso del jersey, la combinación de colores, ese giro necesario de la trama que no veía. Yo qué sé, igual me empeño en creer que se parecen solo porque necesito acallar culpas y voces o porque, y esta es la parte más importante de todas, las dos actividades me proporcionan placer y calma. ¿Calma? Calma creo que no.
Me gusta tejer. Me gusta escribir. Me divierte tejer. Me divierte escribir. Me calma tejer. ¿Me calma escribir? Creo que no. O no siempre. Supongo que aquí empiezan las diferencias. Nunca huyo del punto hacia la escritura. No me bloqueo cerrando el cuello del chaleco y me digo que mejor lo dejo un rato y escribo. A la inversa sí. Muchas veces. No son, no en mi caso, dos pesos idénticos en una balanza, dos escalones paralelos, dos elementos similares de mi jerarquía. La escritura me importa y el punto la facilita. Creo que esa es exactamente la simbiosis entre ambas. Si no me bloquease ni me desesperase con lo que escribo, no necesitaría tejer; si no tejiese, me costaría más escribir o, al menos, vivir en paz con la escritura.
Y recuerdo un tiempo en el que la escritura no era más que tejer palabras, disfrutar del momento, achicar ovillos para crecer relatos. Ahora no. Ahora me importa si queda un hueco, si un punto se pierde, si la mezcla de dos colores, de dos voces, se vuelve una mancha de contornos borrosos. Ahora es mi oficio, supongo. Ahora me siento responsable del resultado. Mientras tejer punto siga siendo solo divertido, solo placer sin sufrimiento, será mi lugar favorito de huida y, cuando eso cambie (si cambia), compraré un libro gordo sobre hornear magdalenas. O me lo regalará Alejandro, porque los amigos que escriben saben siempre señalarnos el hueco del árbol en el que se han escondido las palabras.
Coordina el departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Escuela de Escritores. Ha publicado más de una docena de libros para infancia y adolescencia, entre los que destacan El cofre de Nadie, premio Gran Angular 2021, Recuérdame por qué he muerto, premio Torre del Agua 2023 o Un hada con el ala rota. También ha publicado, con la editorial Páginas de Espuma y Escuela de Escritores el manual Escribir Infantil y Juvenil.
Más informaciónEs Licenciado en Filología Hispánica y diplomado en Guion por la ECAM. En los últimos años ha desarrollado su actividad como escritor en redes sociales, donde acumula decenas de miles de seguidores. Cada viernes, los relatos que publica en su perfil personal se convierten en historias virales en Twitter. Entre 2012 y 2022 ha sido profesor de español y Escritura Creativa en la ciudad de Berlín.
Más informaciónCoordina el Itinerario Centauros más allá de Orión de literatura fantástica, ciencia ficción y terror, en el que imparte clases desde hace casi diez años. Ha publicado las novelas fantásticas El final del duelo, Vendrán del este (ambas con Orciny Press) y Cástor y Pólux (con Ediciones el Transbordador). En enero de 2024 la novela de terror La hora de las moscas con Plaza & Janés. Además ha participado en varios manuales de escritura de Páginas de Espuma y en varias antologías de relato fantástico.
Más informaciónLara es la coordinadora del Departamento de Atención al Alumno. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores desde 2017, donde se ha formado en cursos de Escritura Creativa, Relato Breve y Proyectos Narrativos. Desde 2021 imparte clases de Escritura Creativa para jóvenes y adultos. Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
Más informaciónNació en Brasil en 1981, y reside en Madrid. Es diplomada en Guion por la ECAM y forma parte de Escuela de Escritores, donde imparte clases desde 2004. Su libro de relatos, El cuerpo secreto, fue publicado en Páginas de Espuma en 2015. Como escritora forma parte del proyecto CELA (2017-2019) y de la lista Bogotá 39 seleccionada por el Hay Festival (Bogotá39-2017).
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