Los experimentos narrativos

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Escrito por: CHIKI FABREGAT

Las normas que seguimos y que defendemos a la hora de escribir son consejos que se pueden seguir o rechazar. Pero para romper una norma debería haber dos pasos previos: el conocimiento de la norma que violamos y el motivo por el que decidimos hacerlo.

Bodegones y guernicas, de eso hablo en muchas de mis clases. De cuántos bodegones hay que hacer antes de lanzarse a pintar el Guernica. Y, por si alguien quiere ahorrarse la lectura del artículo, anticipo la respuesta: muchos. Muchísimos.

Las normas no son caprichos de un ser iluminado ni modas o tendencias, aunque a veces parezcan responder un poco a esto último. Los consejos sobre técnica narrativa existen porque alguien ha analizado muchos escritos y ha llegado a la conclusión de que la forma más eficaz de alcanzar un objetivo es una: la que recoge y aconseja.

A mí me gustan los experimentos, lo que se sale de la norma, lo que me sorprende. Y creo firmemente en la literatura que nos provoca esa incomodidad de lo inesperado, pero también sé que no todo vale y que un experimento tiene sentido si hay una razón detrás para ponerlo en marcha. Y, sobre todo, si se conoce y se domina la técnica que alteramos. Demasiadas veces nos lanzamos a romper las normas solo por el hecho de ser diferentes, de hacer algo que nadie ha hecho antes. También sobre esto puedo avanzar una respuesta: casi todo está hecho. Esa idea genial, única, rompedora que hemos tenido la ha tenido alguien antes, aunque no lo sepamos.

Hace poco he leído El rumor y los insectos, de Ignacio Ferrando. Una novela de ciencia ficción alucinante, de las que te pone la cabeza del revés y te hace cuestionarte quién eres, incluso si eres. Los diálogos en esta novela no tienen raya ni marca ninguna, más allá de la sangría de párrafo. Y en un entorno en el que cada personaje puede ser un alguien real o una copia, un escenario deliberadamente agobiante, las palabras dichas mezcladas con las que el narrador no pronuncia agobian todavía más. Perfecta elección y perfecta ejecución, porque agobia, sí, pero no confunde. No habría tenido ningún sentido utilizar este recurso en una novela de aventuras, en la que el lector está pendiente de la peripecia, de la reacción de cada personaje ante el siguiente revés de la trama. Solo supondría una dificultad para el objetivo final: saber qué hacen los personajes, a qué se enfrentan, cómo lo resuelven. No creo que Ignacio Ferrando haya sido el primer autor en la historia de la literatura que elimina las rayas de diálogo, pero sí sé que en su novela tiene sentido.

La escritura, como cualquier disciplina artística, es un terreno para la experimentación, para la creación. No debería haber normas inviolables ni bolígrafos rojos con los que marcar lo incorrecto, salvo en el caso de la gramática y la ortografía. Y hasta estas, si hay un motivo, pueden ignorarse. Pero la clave está ahí, en el motivo. En El chico de las estrellas, de Chris Pueyo, hay un capítulo escrito sin una sola mayúscula porque el autor quiere demostrar que todas las palabras tienen la misma importancia. O que deberían tenerla. Estoy segurísima de que Chris Pueyo sabe de sobra que después de un punto va una mayúscula y por eso, porque lo sabe, puede saltárselo. También Marta Sanz elige la minúscula inicial en el título de pequeñas mujeres rojas como símbolo de la opresión y el menosprecio hacia la mujer. Cada uno por un motivo diferente, se han servido de esa violación de la norma ortográfica para reforzar su mensaje.

En la narrativa actual han florecido las novelas con diferentes narradores como si usar una única voz fuese un pecado de escritor novato e inmaduro. Y, en muchos casos, se trata de una historia que se habría contado exactamente igual con un narrador, incluso la lectura habría sido más cómoda y más fluida. Cuando esto ocurre, las carencias del escritor que hay detrás de esa decisión se hacen mucho más evidentes porque las voces no se distinguen por sí mismas y hay que recurrir a la tipografía o a alguna marca al inicio de cada capítulo para saber quién está narrando. Existen, por supuesto, muchos motivos para usar diferentes narradores, diferentes voces, diferentes puntos de vista. Pero ninguno de ellos debería ser la tendencia o el capricho.

He hablado muchas veces de Pomelo y limón, la novela de Begoña Oro en la que cada narrador tiene no solo una voz propia sino un formato diferente. En sus cartas la chica se explaya, se deleita en el uso del lenguaje; los mensajes del chico son cortos, directos, escritos en mayúscula; los dibujos a bolígrafo cuentan también parte de la historia y el narrador global, el que cuenta toda la historia y sujeta esos mensajes que se intercambian los protagonistas, es descarado, experimentado y hasta se permite dialogar con el lector y vacilarle un poco. La pirueta de narradores en esta novela la completa un blog en el que uno de los personajes va dejando sus impresiones. Y es pirueta porque el blog estuvo durante mucho tiempo activo y los textos originales se mezclaban con los comentarios de los lectores. Bienvenidos al siglo XXI, a la mezcla de lenguajes y a eso tan novedoso hace unos años bautizado como multimedia. Pero, para hacer algo así, hay que dominar los narradores. Me quito el sombrero ante ese manejo de la técnica narrativa porque ni una sola vez en toda la novela el lector duda de quién dice qué. Y la personalidad de cada narrador, lo que le ha llevado a escribir, concuerda con cómo lo ha escrito. La chica se siente cómoda escribiendo lo que piensa y lo que siente, por eso sus textos son más largos, más elaborados. El chico no. Él prefiere dibujar, decir las cosas sin adornos.

Es verdad que el narrador omnisciente usado hegemónicamente durante el siglo XIX nos resulta un poco molesto ahora. Ese tipo que lo sabe todo, que es casi un Dios y durante cuatrocientas páginas se esfuerza en demostrarnos que nosotros, lectores mortales e imperfectos, estamos un escalón por debajo, puede resultar cansino. Pero de ahí a una primera persona del plural, como en El gran cuaderno, de Agota Kristof, hay un mundo. Y un motivo. Sobre todo, hay un motivo. Kristof nos golpea con esa voz, la voz de dos hermanos gemelos que actúan como uno, piensan como uno. Hablan como uno. También está narrada en plural Dos chicos besándose, David Levithan, porque el narrador omnisciente es el colectivo gay de los años ochenta, el que sufrió la crisis del SIDA, y mezcla la omnisciencia sobre la vida de los personajes del presente con las interpelaciones directas al lector. El resultado es una voz que se multiplica en la cabeza, que provoca la sensación de estar en un laberinto de ecos, en un lugar donde las voces de los muertos nos hablan.

Pero en todas estas novelas hay un elemento común: el interés por la historia. Todas ellas cuentan una historia, dibujan a la perfección a los personajes, nos provocan la empatía o el rechazo, nos obligan a elegir, a medirnos, a pensar qué habríamos hecho en la misma situación. Son, en definitiva, novelas que nos interesan por lo que cuentan y nos deleitan por cómo lo cuentan. Nunca experimentos gratuitos.

Abogo por la libertad creativa, por la experimentación, por los puñetazos encima de la mesa incluso. Pero siempre sabiendo dónde estamos, cuáles son nuestras capacidades, nuestras fortalezas. Y también nuestras carencias. Abogo por discutir hasta el aburrimiento con un editor que quiere cambiar algo que hemos escrito pensando que es un fallo cuando ha sido fruto de una decisión meditada.

Decisión.

Meditada.

Como estas dos palabras aisladas que no están ahí para ocupar dos líneas más ni para que la mancha de texto sea más ligera, sino para que nos paremos a pensar un poco en su significado. Están ahí para obligarnos a hacer una pausa.

Acerca de los autores

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Chiki Fabregat

Coordina el departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Escuela de Escritores. Ha publicado más de una docena de libros para infancia y adolescencia, entre los que destacan El cofre de Nadie, premio Gran Angular 2021, Recuérdame por qué he muerto, premio Torre del Agua 2023 o Un hada con el ala rota. También ha publicado, con la editorial Páginas de Espuma y Escuela de Escritores el manual Escribir Infantil y Juvenil.

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Jorge Corrales

Redactor de nuestro canal de Twitter. Es Licenciado en Filología Hispánica y diplomado en Guion por la ECAM. En los últimos años ha desarrollado su actividad como escritor en redes sociales, donde acumula decenas de miles de seguidores. Cada viernes, los relatos que publica en su perfil personal se convierten en historias virales en Twitter. Entre 2012 y 2022 ha sido profesor de español y Escritura Creativa en la ciudad de Berlín.

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Alejandro Marcos

Coordina el Itinerario Centauros más allá de Orión de literatura fantástica, ciencia ficción y terror, en el que imparte clases desde hace casi diez años. Ha publicado las novelas fantásticas El final del duelo, Vendrán del este (ambas con Orciny Press) y Cástor y Pólux (con Ediciones el Transbordador). En enero de 2024 la novela de terror La hora de las moscas con Plaza & Janés. Además ha participado en varios manuales de escritura de Páginas de Espuma y en varias antologías de relato fantástico.

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Lara Coto, profesora de Escritura Creativa para Adolescentes en Escuela de Escritores - IMG570 - fotografía de Ático26

Lara Coto

Lara es la coordinadora del Departamento de Atención al Alumno. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores desde 2017, donde se ha formado en cursos de Escritura Creativa, Relato Breve y Proyectos Narrativos. Desde 2021 imparte clases de Escritura Creativa para jóvenes y adultos. Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.

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Mariana Torres, profesora del Máster de Narrativa en Escuela de Escritores - IMG570 - fotografía de Gaby Jongenelen

Mariana Torres

Nació en Brasil en 1981, y reside en Madrid. Es diplomada en Guion por la ECAM y forma parte de Escuela de Escritores, donde imparte clases desde 2004. Su libro de relatos, El cuerpo secreto, fue publicado en Páginas de Espuma en 2015. Como escritora forma parte del proyecto CELA (2017-2019) y de la lista Bogotá 39 seleccionada por el Hay Festival (Bogotá39-2017).

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