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Escrito por: MARIANA TORRES
En la nevera de mi madre, entre varios imanes de diferentes ciudades, hay uno que lleva años allí –cubierto de polvo– que seguramente se lo regalé yo después de algunas de mis excursiones del colegio a Salamanca o Toledo; muestra un fondo de flores y una frase lapidaria: «En una casa sin polvo vive una mujer aburrida». O, tal vez, lo compró ella misma, para consolarse del poco tiempo que tenía para limpiar porque vivía haciendo otras cosas importantes como pintar el techo de la cocina o jugar conmigo.
Hace algunos años le encomendé a uno de mis alumnos de Escritura Creativa que iba a continuar en Relato al curso siguiente, durante el verano, una sola tarea: dejar de escribir. Y es que este alumno mío, desde el primer día que entró por la puerta, no había dejado de escribir, no podía dejar de escribir. A veces incluso la excesiva fluidez de la propia escritura o, también, la necesidad y costumbre de escribir nos tapa el vacío. Queremos llenar ese vacío de palabras y, llegado el momento, hay que darse cuenta de esa tendencia: detenerse, sentir el dolor que nos provoca ese vacío (porque el eco del vacío siempre duele o, como mínimo, incomoda), sumergirse los bastante en esa sensación para, después, con ese dolor asumido, volver a la escritura.
Por eso es tan necesario aburrirse de vez en cuando y, para ello, qué mejor época que el verano, las vacaciones y las temperaturas superiores a los treinta grados que dificultan cualquier tarea que no implique pasarnos por agua. Quiero reclamar a gritos, si es necesario, el derecho a aburrirme. Nos pasamos el curso lectivo y, cada vez más, niños y adultos incluidos, planificando todo tipo de actividades interesantes, diferentes y más o menos creativas (según la suerte que tengamos en nuestros puestos de trabajo). Pero, sobre todo, nos pasamos el curso lectivo enganchados a la tecnología. Es casi imposible a día de hoy desconectarse de las pantallas (que están hasta en el interior de los autobuses, en algunos baños públicos…), los dispositivos móviles nos siguen a todas partes porque sin ellos, a veces, no podemos ni pagar en los supermercados. ¡Si hasta a los niños de tres años, cuando llueve, les ponen dibujos animados en el colegio, si les guían las clases de baile con animaciones de YouTube!
Y como muchos de nosotros no podemos realmente desprendernos de los dispositivos móviles –porque los utilizamos para poder estar disponibles por si sucediera una emergencia– nos enganchan sin remedio con sus noticias vacías en bucle que, cierto es, no sabemos dejar de mirar.
Así, nadie se aburre. Así, todo el mundo se entretiene. Así, con ese caudal informativo en las manos, nuestro cerebro está pendiente y atento cada segundo. En ese mundo que es un abanico gigante de opciones y tan entretenido que no hay espacio ni resquicio ya para el aburrimiento, para el vacío, para el tedio.
Y esto es peligroso porque las grandes ideas, las revoluciones y el pensamiento surgen en las crisis de aburrimiento: el cerebro debe tomarse descansos, salir de su zona de confort para reaccionar, para sentir el vacío, para masticarlo bien. En su excelente «Elogio al aburrimiento» nos cuenta el filósofo –y guionista del programa para nada aburrido La Bola de Cristal– Alba Rico lo siguiente:
Contaba Rosa Chacel, una de las más grandes novelistas españolas del siglo XX, que en los años cincuenta, mientras redactaba su novela La Sinrazón, tenía la costumbre de pasar horas recostada en un sofá de su salón. La mujer de la limpieza, con la escoba en la mano, le dirigía siempre miradas entre compasivas y reprobatorias: «Si hiciera usted algo, no se aburriría tanto». Pero es que Rosa Chacel hacía algo: estaba pensando; y hasta cambiar de postura podía distraerla de su introspección o devolverla dolorosamente a la superficie. Si Rosa Chacel hubiese pasado horas y horas delante de la televisión, y no dentro de sí misma, jamás habría escrito ninguna de sus novelas.
Así es: el aburrimiento es necesario, no solo para escribir, es necesario para cualquier actividad creativa. Entretenerse está bien, desconectar… está bien pero, para escribir, muchas veces hace falta reconectar con lo que sentimos dentro, con lo que nos duele, nos enfada, indigna o hace felices. Si estamos permanentemente entretenidos puede que estemos activos, sí, pero no estamos en contacto con el material honesto del que tenemos que escarbar para escribir esas historias que reverberan en el corazón de los lectores.
Desde aquí quiero invitaros a que, antes de lanzarnos a escribir, nos limpiemos de todo ese entretenimiento y actividad cerebral excesiva a la que nos hemos visto sometidos en el curso lectivo. Pasemos antes algunas horas perdidas mirando las moscas que se posan en esos manteles llenos de migas de la sobremesa al aire libre. Perdamos un poco el tiempo, olvidémonos de la hora que es o de que toca hacer una cosa o la otra.
Yo echo muchísimo de menos esos veranos largos de la infancia donde teníamos tan poco entretenimiento real (porque, según donde fueras de veraneo, realmente no había nada que hacer más allá de jugar a las cartas y contar hormigas) que gritábamos a nuestros adultos de alrededor: me aburro, me aburro, me aburro. Si echo la vista atrás creo que, incluso, me aburría demasiado poco entonces. Pero recuerdo que en alguna de esas crisis de aburrimiento surgían ideas. Llegué, incluso, a encuadernar pliegos de hojas de colores para fabricar mis propios cuadernos o a tomar las huellas digitales de toda la comunidad de vecinos para investigar la supuesta desaparición de un gorrión.
En el libro Una infancia de escritor, compilado por Mercedes Monmany (Xórdica, 2000), recoge, entre otros, recuerdos similares de escritores como este tan magnífico de Julian Barnes:
Toni y yo pasábamos mucho tiempo aburriéndonos juntos. No aburriéndonos el uno al otro, por supuesto (estábamos en esa edad irrecuperable en que los amigos pueden ser odiosos, pesados, desleales, estúpidos o tacaños, pero nunca aburridos). Los adultos eran aburridos, con su racionalidad, su deferencia, su negarse a castigarte tan severamente como sabías que te merecías. Los adultos era útiles porque eran aburridos, constituían verdadera materia prima, sus reacciones eran predecibles.
Creo que no hay mejor manera de cerrar la temporada de este blog de escritura y abrir la temporada estival con esta invitación al aburrimiento: seamos un poco menos adultos, menos aburridos. Dejemos de ser útiles. Que empiece la etapa de la improvisación, de lo espontáneo, de la aventura. Viajemos sin planes, sin objetivos. Vayamos –después de encerrar los dispositivos móviles en una caja fuerte y tirar la llave al mar–, a encontrarnos con ese vacío interior que bien mascado, masticado y molido con las entrañas propias, es la fuente esencial de la creatividad.
Nació en Brasil en 1981, y reside en Madrid. Es diplomada en Guion por la ECAM y forma parte de Escuela de Escritores, donde imparte clases desde 2004. Su libro de relatos, El cuerpo secreto, fue publicado en Páginas de Espuma en 2015. Como escritora forma parte del proyecto CELA (2017-2019) y de la lista Bogotá 39 seleccionada por el Hay Festival (Bogotá39-2017).
Más informaciónCoordina el departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Escuela de Escritores. Ha publicado más de una docena de libros para infancia y adolescencia, entre los que destacan El cofre de Nadie, premio Gran Angular 2021, Recuérdame por qué he muerto, premio Torre del Agua 2023 o Un hada con el ala rota. También ha publicado, con la editorial Páginas de Espuma y Escuela de Escritores el manual Escribir Infantil y Juvenil.
Más informaciónLicenciada en Física y Máster en Cultura Científica e Innovación. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores en el área de Informática. Imparte un Laboratorio de metáforas y fue alumna de la IX Promoción del Máster de Narrativa de Escuela de Escritores. En 2019 participó en el curso europeo de formación de profesorado de la EACWP. En 2021 publicó su primer poemario, Muro con buganvilla, con la editorial Amargord, reeditado en 2024 por Buenos Aires Poetry.
Más informaciónCoordina el Itinerario Centauros más allá de Orión de literatura fantástica, ciencia ficción y terror, en el que imparte clases desde hace casi diez años. Ha publicado las novelas fantásticas El final del duelo, Vendrán del este (ambas con Orciny Press) y Cástor y Pólux (con Ediciones el Transbordador). En enero de 2024 la novela de terror La hora de las moscas con Plaza & Janés. Además ha participado en varios manuales de escritura de Páginas de Espuma y en varias antologías de relato fantástico.
Más informaciónLara es la coordinadora del Departamento de Atención al Alumno. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores desde 2017, donde se ha formado en cursos de Escritura Creativa, Relato Breve y Proyectos Narrativos. Desde 2021 imparte clases de Escritura Creativa para jóvenes y adultos. Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
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