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Escrito por: LARA COTO
Hace un par de años, estaba jugando al videojuego The Last of Us parte II cuando tuve una pequeña revelación. Es posible que el título os suene, porque es bastante conocido y porque HBO sacó una adaptación de su primera parte en formato serie el año pasado. El caso es que el desarrollo del juego llegó a un momento crucial en el que el personaje que yo manejaba debía hacer algo muy cuestionable desde el punto de vista ético. El juego te presentaba la situación con una cinemática (una secuencia de vídeo) protagonizada por el personaje y, a mitad de la cinemática, en pantalla, te aparecía un indicador para que pulsases una tecla concreta del mando: la que tiene un cuadrado rosa. Era el botón que, en el juego, se usaba habitualmente para atacar.
Al ver el indicador, pensé que yo podía decidir. Que, si no pulsaba la tecla y esperaba un poco, la cinemática continuaría por otro camino y el personaje no haría esa cosa tan terrible que se estaba planteando. En un alarde de heroísmo infantil, solté el mando y esperé. Los segundos pasaron. La cara del personaje, contorsionada de furia, ocupaba casi toda la pantalla. El indicador del botón cuadrado seguía ahí. No había cinemática alternativa.
«Tengo que pulsar» pensé. «Si no pulso, la trama no continúa. ¿Para qué el botón, si solo hay un camino posible? ¿Para qué el botón, si yo no puedo decidir nada? ¿Por qué no ponen la cinemática entera y ya?». Extrañada, pulsé el dichoso botón. La cinemática continuó. Lo que siguió fue una escena desgarradora en la que el personaje ejecutaba la acción que le haría tocar fondo. El juego se recreó bastante, no en los detalles escabrosos de la escena, sino en el rostro del personaje mientras perdía lo que le quedaba de inocencia y de empatía. Fue realmente desagradable, no solo por la experiencia en sí misma, sino por algo más: al haber sido yo quien había pulsado el botón, tenía cierta sensación de culpa. Por mucho que no tuviera elección, había sido cosa mía.
Entonces, lo entendí. El botón estaba ahí exactamente para eso. Para hacerme responsable. No existía alternativa posible porque el arco del personaje ya estaba decidido, como lo está en un libro publicado o en una película producida. Pero tampoco se limitaron a una cinemática porque era importante que el jugador sintiera que había sido él quien había realizado la acción. Debíamos acompañar al personaje en su descenso a los infiernos, no solo como espectadores, sino de la mano, a su lado, empuñando sus armas y ensuciándonos con sus decisiones. Esa mezcla entre impotencia y culpa, esa paradoja latente en una historia que ya está escrita pero que está siendo protagonizada por el jugador, me resultó reveladora.
Comprendí que la literatura y el cine jamás me harían sentir eso.
No me malinterpretéis: los libros y las películas me han hecho sentir de todo y a lo grande. He reído hasta el dolor, me he deshecho en lágrimas y me he enfadado con todo el cuerpo. Pero mis emociones nunca estaban acompañadas de esa sensación de responsabilidad, de participación. En la literatura y en el cine, asistes, y en el juego, haces.
No es ningún secreto que la industria del videojuego ha evolucionado muchísimo desde sus inicios. En los títulos que se estrenan hoy en día, poco queda ya de las clásicas máquinas de matar marcianitos o de los sencillos juegos de plataformas. El progreso de las tecnologías y la aparición de nuevas consolas han traído consigo un abanico de opciones, con gráficos hiperrealistas, dinámicas de todo tipo y mundos inabarcables.
Pero para mí, el avance más brutal de la industria está en su forma de abordar la narrativa.
No es que sea una novedad. Los videojuegos han tenido un componente narrativo prácticamente siempre: desde el momento en que le damos al personaje un objetivo (un deseo) y lo ponemos frente a todos esos obstáculos a superar (un conflicto), ya tenemos una historia, por sencilla que resulte. Sin embargo, en los últimos años, la industria ha dado un paso descomunal en este ámbito. No se ha conformado con que la historia acompañe al videojuego, ni siquiera con que sirva al videojuego, sino que ha sido capaz de unir ambos en una experiencia íntegra y total. El juego es la historia, y la historia es el juego.
Gracias a esto, tenemos experiencias inmersivas como Hellblade: Senua’s Sacrifice, que nos invita a ponernos los auriculares para experimentar, en primera persona, los síntomas psicóticos de la protagonista. Tenemos experimentos narrativos como el que nos ofrece What Remains of Edith Finch, que es, prácticamente, un libro de relatos con diferentes dinámicas de juego en cada uno (y con un interesantísimo hilo conductor). Tenemos la posibilidad de presenciar una aventura diferente en función de nuestras decisiones, tal y como sería en la vida real, como sucede en la saga The Witcher.
Y tenemos, por supuesto, la apabullante sensación de culpa e impotencia que nos deja haber pulsado el botón cuadrado en The Last of Us parte II.
Conozco gente que se sorprende cuando descubre que los videojuegos tienen guion. No solo lo tienen, sino que algunos tienen un guion mucho más complejo y elaborado que el de muchas películas. Construir una narrativa que está pensada para interactuar directamente con ella y hacer que se integre lo mejor posible con la mecánica del juego no es nada fácil. Y lo mejor de todo es que muchas desarrolladoras no solo consiguen esto, sino que alcanzan altísimos estándares de calidad narrativa. Yo, siendo una jugadora ocasional y una lectora habitual, he tenido que admitir que algunas de las historias que he jugado eran mejores que las de muchos libros, por sacrílego que pueda sonar esto para los lectores más puristas.
Lo creamos o no, detrás de los tiroteos, las luces estroboscópicas y los puzles, a veces hay grandísimas historias.
Y eso que estoy hablando de los modelos de juego más convencionales, pero podríamos ir más allá. Hoy en día, tenemos juegos basados exclusivamente en el desplazamiento y el diálogo, dinámicas centradas en resolver enigmas muy complejos y experiencias de juego en las que apenas necesitamos el mando para avanzar. Son títulos que han redefinido el concepto de videojuego, recordándole al mundo que el acto de jugar puede significar, literalmente, cualquier cosa.
Me apena que el público no jugador se vaya a perder las grandes historias que se esconden detrás de los videojuegos (y aquí es donde me entran arrebatos de gratitud hacia las plataformas que los adaptan al cine o a la televisión). Pero, para ser sincera, la esencia de toda esta evolución me parece fascinante. Es, en realidad, una prueba de la capacidad de expansión de la narrativa, de su manera de crecer en todas las direcciones y hacia todos los formatos.
Como si estuviera viva, la pasión por las historias se reproduce, muta y se reinventa, y lo hace gracias a los amantes de la ficción, pero también lo hace para ellos, para nosotros: para darnos nuevas formas de experimentar las historias, de presenciarlas y, ahora también, de vivirlas.
Lara es la coordinadora del Departamento de Atención al Alumno. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores desde 2017, donde se ha formado en cursos de Escritura Creativa, Relato Breve y Proyectos Narrativos. Desde 2021 imparte clases de Escritura Creativa para jóvenes y adultos. Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
Más informaciónCoordina el Itinerario Centauros más allá de Orión de literatura fantástica, ciencia ficción y terror, en el que imparte clases desde hace casi diez años. Ha publicado las novelas fantásticas El final del duelo, Vendrán del este (ambas con Orciny Press) y Cástor y Pólux (con Ediciones el Transbordador). En enero de 2024 la novela de terror La hora de las moscas con Plaza & Janés. Además ha participado en varios manuales de escritura de Páginas de Espuma y en varias antologías de relato fantástico.
Más informaciónNació en Brasil en 1981, y reside en Madrid. Es diplomada en Guion por la ECAM y forma parte de Escuela de Escritores, donde imparte clases desde 2004. Su libro de relatos, El cuerpo secreto, fue publicado en Páginas de Espuma en 2015. Como escritora forma parte del proyecto CELA (2017-2019) y de la lista Bogotá 39 seleccionada por el Hay Festival (Bogotá39-2017).
Más informaciónLicenciada en Física y Máster en Cultura Científica e Innovación. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores en el área de Informática. Imparte un Laboratorio de metáforas y fue alumna de la IX Promoción del Máster de Narrativa de Escuela de Escritores. En 2019 participó en el curso europeo de formación de profesorado de la EACWP. En 2021 publicó su primer poemario, Muro con buganvilla, con la editorial Amargord, reeditado en 2024 por Buenos Aires Poetry.
Más informaciónCoordina el departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Escuela de Escritores. Ha publicado más de una docena de libros para infancia y adolescencia, entre los que destacan El cofre de Nadie, premio Gran Angular 2021, Recuérdame por qué he muerto, premio Torre del Agua 2023 o Un hada con el ala rota. También ha publicado, con la editorial Páginas de Espuma y Escuela de Escritores el manual Escribir Infantil y Juvenil.
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