El olfato en narrativa

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Escrito por: ALEJANDRO MARCOS

Si hay una máxima que se repite hasta la saciedad en los cursos y manuales de escritura es: «No lo digas, muéstralo»; que hace referencia a que es mucho más potente mostrar algo al lector que explicárselo. Igual que es mejor ver algo a que te lo cuenten. Es, digamos, la primera norma (y casi la única, y no siempre se cumple) del escritor principiante.

Para mostrar y no decir, es necesario emplear palabras concretas por encima de las abstractas y ser capaces de formar una imagen visible en la mente del lector con nuestras palabras. Dentro de ese mundo, destacan sobre todo aquellas palabras que son sensoriales, es decir, que remiten a alguno de los cinco sentidos de los seres humanos. Entre ellos, el gran olvidado suele ser siempre el olfato. Y de eso precisamente es de lo que os vamos a hablar esta semana.

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Las palabras y frases que remiten o describen percepciones sensoriales provocan en nuestro cerebro una imagen nítida y potente que es mil veces más evocadora que cualquier explicación de dicha sensación que podamos hacer con palabras. Hablamos de «generar una imagen», pero nos referimos a una evocación con los cinco sentidos. Los seres humanos somos principalmente audiovisuales, por lo que no es de extrañar que como escritores y como lectores tendamos a recurrir a esos dos sentidos como principal opción. Y eso está bien. Creo que es necesario lograr una base audiovisual, sobre todo visual, antes de pasar a otros sentidos porque sin esa descripción, seremos incapaces de ubicar espacialmente a los personajes y, por lo tanto, de imaginarnos la acción. Y la acción es el principio de cualquier narración.

Pero, una vez hemos cubierto esa base y hemos creado, digamos, el trasfondo o el telón en el que se va a desarrollar la acción, es muy recomendable salpicarla con evocaciones a otros sentidos menos conocidos.

Quiero hacer un alto en este momento para aclarar que no animamos aquí a los escritores a desbordar sus textos con evocaciones sensoriales constantemente o a desterrar las palabras abstractas de una obra. El equilibrio es el objetivo. Habrá ocasiones en las que necesitemos más palabras abstractas y otras en las que necesitemos más concretas. La generalización es que siempre vamos a necesitar más concretas que abstractas, pero necesitaremos de los dos tipos.

Del mismo modo, si empleamos el tacto, el olfato o el gusto en nuestras evocaciones, el poder sensorial aumentará mucho, por lo que hay que tener cuidado con la cantidad y la dosificación. Si abusamos del olfato, por ejemplo, corremos el riesgo de que pierda su poder evocador y, por lo tanto, no consigamos generar en la mente del lector la imagen adecuada.

Usar el olfato en narrativa es complicado, lo veremos a continuación, pero puede venirnos muy bien para acortar el camino que discurre entre la generación de una imagen mental y una sensación y sentimiento concreto en el lector. El objetivo de casi toda la literatura es conmover al lector, entendiendo conmover como la capacidad de provocar determinados sentimientos en las personas. No quiere decir que queramos hacer llorar a los lectores, ni que queramos provocar en ellos un sentimiento; sino que lo perciban como tal en el texto sin explicárselo. Para ello, tendremos que usar las palabras para generar imágenes que a su vez generarán sensaciones en el lector (si son suficientemente evocadoras) y esas sensaciones serán las que remitan al sentimiento una vez se procese en el cerebro del lector. Como veis, todo un recorrido. Y todo con palabras.

El olfato es un sentido que los humanos tienen poco desarrollado y que se encuentra cada vez más atrofiado. Sin embargo, a veces no somos conscientes del poder que tiene en nuestras vidas. Tal y como sucede con la magdalena de Proust en En busca del tiempo perdido, existe una conexión directa entre los olores y los recuerdos, aunque en ese caso se produzca entre el sabor y los recuerdos.

El sabor y el olor están muy relacionados porque son complementarios. Mucha gente lo comprobó cuando perdió el olfato y el gusto durante la epidemia del Covid. La comida no sabe igual si no puedes olerla. Así de potente es este sentido.

El problema viene cuando queremos trasladar todo eso al papel. Como seres principalmente audiovisuales que somos, contamos con muchas palabras para describir nuestro entorno visual y los sonidos. Desde el ruido a la música, desde el color a la forma. No solo adjetivos.

Sin embargo, para el gusto y el olfato, las opciones se reducen drásticamente. El olfato, de hecho, utiliza palabras del gusto para las descripciones. Un olor puede ser ácido, dulce, amargo, picante y salado, que son las pocas palabras que tenemos para describir un sabor. Es verdad que podemos decir que un olor es agradable o desagradable, pero eso no son descripciones, sino percepciones de un olor. No dicen nada del olor, sino de la persona que lo ha recibido.

Aparte de esas palabras prestadas, para describir un olor podemos usar las comparaciones con otros olores: «huele a jabón, huele como una mandarina, huele a…». Estas comparaciones son eficaces, pero tienen dos problemas:

El primero es que hay que conocer el olor del elemento con el que se compara para que el lector pueda hacerse una idea. Esto en general no supone un problema cuando hablamos de comparaciones comunes, que suele ser lo usual, pero puede ser un problema si hablamos de elementos no tan usuales. Todos sabemos cómo huele una rosa, pero quizás no sepamos como huele una gardenia.

El segundo posible problema es que puede generar una imagen confusa en la mente del lector al introducir el elemento de la comparación. Si digo que un fruto huele como una cereza, es prácticamente inevitable que el lector se imagine una cereza.

Además, existe la posibilidad de que haya olores que no sean descriptibles de una forma sencilla y que sean inaprehensibles para el lector. Por ejemplo: yo reconozco el olor de los adornos de Navidad de la casa de mis padres; pero es un olor muy peculiar: no huelen a plástico ni al cartón enmohecido de la caja en la que se guardan, huelen a las dos cosas y a restos de un bote de nieve en espuma que usamos encima de ellos hace muchos años y un poco a polvo. Y a algo más que no sé describir. No huelen como los adornos de Navidad del resto de las casas, pero es un olor muy potente y dulce que se percibe en cuanto te acercas al armario de la buhardilla. Por mucho que lo describa, jamás ningún lector logrará percibir o imaginarse exactamente el olor de dichos adornos.

Introducir olores en nuestros textos a veces puede resultar frustrante, pero si conseguimos una buena evocación, nuestro texto habrá ganado mucho y se potenciará enormemente. Que la dificultad no os eche para atrás. Cuantos más olores seáis capaces de introducir, más fácil os resultará la siguiente vez que queráis hacerlo.

Acerca del autor

Alejandro Marcos, fotografía de Isabel Wagemann- IMG675

Alejandro Marcos

Coordina los Departamentos de Formación, Calidad y Relaciones Internacionales. Además, junto a Chiki Fabregat, se encarga del posgrado de formación de profesores. Imparte cursos de escritura desde 2012, es profesor, junto a Javier Sagarna, de la asignatura de Proyectos del Máster de Narrativa. Escribe acerca de narrativa en el blog de la Escuela y codirige, con Daniel Montoya, nuestro podcast. Desde 2019 trabaja como Project Manager en el proyecto CELA.

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