Escrito por: CHIKI FABREGAT
A veces, dejo la escritura. O tal vez sea más correcto decir que la escritura me deja a mí, porque cuando he dejado otros hábitos, otras rutinas como beber o fumar, lo he hecho de manera consciente y, sobre todo, voluntaria. (Sé que es una comparación muy forzada, porque beber o fumar son adicciones nocivas y la escritura no lo es, no debería serlo, pero que la realidad no te estropee una comparación que ha quedado muy mona). Con la escritura, en cambio, de vez en cuando veo que se aleja, que esquiva mis intentos por atraerla y al final caigo yo también en la desidia, en la falta de deseo.
No eres tú, soy yo.
(O igual era yo desde el principio).
En cualquier caso, no debería haber drama en esto porque todas las veces que nos hemos dejado, ella a mí o yo a ella, hemos vuelto. Esta última vez, después de darnos un tiempo (necesito espacio; no miramos el mismo horizonte), me topé con un libro que me despertó el deseo. Siempre que vuelvo a (con) la escritura es por una lectura, así que parece que he encontrado el antídoto y puedo relajarme, darme permiso, dejar que salga la voz que me dice que está segura de que volveré a escribir, como está segura de que volveré a dejarlo. Pero para qué, pudiendo abrazar el miedo.
En fin, volvamos al libro del que yo quería hablar. Estoy convencida de que hay un momento óptimo para conocer un libro, que la profundidad con la que un libro se te cuela dentro no depende solo de que esté bien escrito, de que la historia te interese, de que los personajes sean creíbles, de la empatía… Creo que los mejores libros precisan de un estado de ánimo o de espíritu o de no sé bien qué en quien va a leerlos para desplegar toda su capacidad de provocar emociones y reacciones. Los libros buenos son buenos, pero a veces, si coinciden el momento, son más que eso. Tienden lazos. Acarician.
Sí. Eso ha sido.
Este verano he leído un libro que me ha acariciado cuando más necesitaba que me acariciasen. Y estaría feo, sería egoísta, que me guardase para mí el título. He leído mucho y muy bien este verano, he dejado que me arropen libros infantiles y juveniles, lecturas adultas duras y otras suaves, apuestas estilísticas… pero Lo frágil y lo eterno, de Bruno Puelles, me ha acariciado y me ha despertado el deseo de escribir (¡Gracias, Bruno!).
Seguro que has oído el dicho de que la cabra tira al monte y el cerdo al lodazal. Pues bien, quienes enseñamos a escribir somos cabras pastando en praderas de técnica literaria y revolcándonos en charcas de palabras (si esta no es la metáfora más idiota yo ya no sé…). Durante los pocos días que me ha durado esta lectura me he revolcado en la calma, en la lentitud, en los personajes que dicen muchísimo con muy poco, que se rozan, un roce accidental, y me hacen temblar sin saber bien cómo lo hacían. He leído y releído escenas y pasajes para encontrar la clave (y para volver a disfrutarlos, lo reconozco), para entender por qué me emociona tanto esta historia, por qué empatizo tanto con estos personajes, por qué noto el frío del contacto con los muertos y la vida que se escapa y a la vez florece.
Y ahora (creo que) lo sé. En esta novela se unen una buena historia y una buena técnica, la ternura que provocan unos niños indefensos, la tristeza por el bailarín que ya no puede bailar, el deseo fortísimo de que el amor triunfe, la sonrisa que arrancan algunos personajes por inocentes y tiernos y hasta un poco bobos… Y una prosa deliciosa y lenta. Muy lenta. La atención a los detalles en la que yo no sé detenerme. Llevaba pocas páginas cuando publiqué un tuit que decía: «me encanta leer libros que yo no sabría escribir». Y esa, precisamente esa, creo que es la clave. Algo que yo no sé hacer. Porque mi cerebro de escritora funciona como un macarra de discoteca (nena, qué mal escoges las metáforas) o como un artista ávido de retos: Sujétame el vaso (si me siento macarra), tengo que aprender a hacer esto (si me siento artista).
Y si tengo que elegir entre macarra o artista, la mayoría de las veces me quedo con lo segundo y además es más fácil de llevar a las clases de escritura. ¿Qué hacer cuando la escritura se aleja o cuando ya no saltan chispas al saber que dispones de media hora para escribir? Plantearte un reto. Leer o releer algo que te haga pensar que no podrías, que no sabrías, y hacerlo con vocación de aprendizaje y con ojos de cirujano. Yo he leído Lo frágil y lo eterno para disfrutar y lo he releído para ver por qué la primera vez que dos personajes se encuentran ya sabía que iba a sufrir por ellos.
Me ha recordado, además, a otro libro que no he parado de recomendar desde que lo leí: La casa en el mar más azul, de TJ Klune (este os lo recomiendo en audiolibro, porque es una pasada cómo lo narra Marc Gómez). Y creo que en los dos casos me ha fascinado lo mismo, ese narrar lo pequeño, las escenas en las que aparentemente no pasa casi nada y que desencadenan un tornado de emociones (ya, Chiki, para ya con las metáforas). Eso que yo no sé hacer. No así.
Cuando hablo de reto, de intentar hacer eso que no sabes o que crees que no sabes, no hablo de escribir una novela, evidentemente. Eso sería, en mi opinión, un error, porque me forzaría a hacer algo en lo que no me siento cómoda ni segura durante doscientas páginas. Durante muchas horas. Solo como ejercicio, me planteo escribir una escena lenta, detallada, llena de sensaciones táctiles (qué bien se le dan a Bruno Puelles las sensaciones táctiles). Una escena que no tiene por qué ir a ningún lado, que no tiene por qué ser parte de algo mayor. Un aprendizaje importante para quienes escribimos es saber que la escritura no es como el cerdo, del que dicen que se aprovechan hasta los andares (lo sé, en este artículo me he lanzado al barro de las metáforas malas y hasta desagradables). A veces hay que escribir para tirar, para ejercitarse, para hacer mano. Y si después algo de todo eso que has escrito como entrenamiento puede aprovecharse, perfecto. Si no, ha formado parte del aprendizaje y no se le puede ni debe pedir más.
En resumen, probad. Experimentad. Imitad. Sed conscientes de que hay cosas fuera de vuestro alcance y, una vez que asumáis esa certeza, intentadlo. En los imposibles crecemos y el miedo a fracasar no debería frenarnos.
Coordinadora de los cursos presenciales en Madrid y Getafe y, de los cursos por videoconferencia y, junto a Alejandro Marcos, del posgrado de formación de profesores que imparte Escuela de Escritores en colaboración con la Universidad de Alcalá. Es también la coordinadora del departamento de Atención al Alumno y de la Jefatura de Estudios de Literatura Infantil y Juvenil. Licenciada en Filología Hispánica por la UCM.
Lara Coto estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Durante cuatro años se formó en diferentes cursos de Escuela de Escritores. En 2017 y 2018 trabajó como Project Manager en el proyecto CELA. Imparte cursos en la Escuela desde 2021 donde también coordina el Departamento de Atención al Alumno. En 2024 publicó su primera novela, Materna, con la editorial Del Nuevo Extremo.
Coordina los departamentos de Formación, Calidad y Relaciones Internacionales. Además, junto a Chiki Fabregat, se encarga de la Capacitación Docente en Escritura Creartiva. Imparte cursos de escritura desde 2012, es profesor, junto a Javier Sagarna, de la asignatura de Proyectos del Máster de Narrativa. Escribe acerca de narrativa en el blog de la Escuela y codirige, con Lara Coto, nuestro podcast. Desde 2019 trabaja como Project Manager en el proyecto CELA.
Licenciada en Física y Máster en Cultura Científica e Innovación. Forma parte del equipo de Escuela de Escritores en el área de Informática. Imparte un Laboratorio de metáforas y fue alumna de la IX Promoción del Máster de Narrativa de Escuela de Escritores. En 2019 participó en el curso europeo de formación de profesorado de la EACWP. En 2021 publicó su primer poemario, Muro con buganvilla, con la editorial Amargord, reeditado en 2024 por Buenos Aires Poetry.
Responsable del departamento de Informática de Escuela de Escritores, donde trabaja desde 2003. Es diplomada en Guion por la ECAM y escritora. Imparte clases en el Máster de Narrativa. Forma parte de la Asociación Europea de Programas de Escritura Creativa (EACWP), a través de la cual ha realizado intercambios de profesorado con otras escuelas.
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