Prólogo de Mariana Torres
Y al otro lado está el mar, es el título del XV libro anual de los alumnos de Escuela de Escritores que se presentará el próximo sábado 9 de junio. En esta edición hemos contado con la participación de 182 alumnos que han trabajado estos textos (relatos y poemas) a lo largo del Curso 17-18 en nuestras aulas presenciales y virtuales.
La presentación se celebrará a partir de las 17:45 h. en el Auditorio CentroCentro del Palacio de Cibeles de Madrid y contaremos con el dúo de improvisación teatral Mike Bravo como maestros de ceremonias; con la lectura del prólogo a cargo de la escritora y profesora de la Escuela, Mariana Torres; la intervención de Javier Sagarna, director de Escuela de Escritores y un cierre con la actuación musical de Abraham Boba (León Benavente) para cerrar el acto.
Os rogamos puntualidad y os recordamos que a las plazas del Auditorio se accederá según el orden de llegada. Tras la presentación, y entre las 20:00 y las 21:30 h., os invitamos a brindar por este fin de curso en la sede de la Escuela en Madrid.
Escribo este prólogo en una fecha muy especial para mí: faltan dos días para mi cumpleaños. Adoro cumplir años. Me encanta soplar velas, las celebraciones, los rituales. Soy mucho de ritualizar los hitos importantes. Este año cumplo 37. Y me parece importante escribir este prólogo al libro de alumnos de la Escuela de Escritores, a dos días de mi cumpleaños. Porque es un hito que siempre recordaré. Hay hitos en la vida que nacen así, en días importantes.
Escribir, por ejemplo, a dos días de mi cumpleaños este prólogo, es uno de esos hitos. Porque, justo hoy, me he demostrado a mí misma que soy escritora. Como los autores de este libro. Como mis alumnos.
Ahora os explicaré porqué.
En mi vida todas las cosas importantes han pasado en el mes de abril. Siempre me mudo en el mes de abril por ejemplo, 25 de las 30 mudanzas que tengo a mi espalda han tenido lugar en abril. El primer premio literario de mi vida, me lo concedieron en abril. El primer «sí, quiero» de un editor. La primera vez que participé en un recital. En abril, pasan cosas y pasa el tiempo. Este mes de abril, en Madrid, ha llovido muchísimo, por ejemplo. Ha llovido, el mismo día ha salido el sol, y ha vuelto a llover y después a salir el sol. Y así, todo. Este año, por ejemplo, me han cambiado en un programa de eventos por un chico más joven. Pero no hay drama.
Me encanta, por fin, dejar de ser la más pequeña de esta casa.
Porque la Escuela de Escritores es mi casa, lleva siendo mi casa 15 años. La Escuela, como yo la llamo, lleva siendo mi casa desde que llevaba gafas y me peinaba con trenzas. Desde que era alumna —porque yo he sido alumna de la Escuela de Escritores, como los autores de este libro—. Os cuento esto porque —no sé si lo sabéis—, este curso cumplimos 15 años. Y, como decía, este libro, cuyo prólogo escribo a dos días de mi cumpleaños, lo recordaré siempre porque estamos de aniversario.
Y por algo más importante todavía, que os contaré en un ratito.
Decía que el mes de abril es importante en mi escala de rituales. Cumplo años. Me mudo. Gano premios. Escribo prólogos. Escribo este prólogo al borde de un acantilado, junto al mar. Estoy, ahora mismo, en Asturias. En un acantilado recortado del pueblo de Llanes. Estoy sentada al bord del acantilado, con las piernas colgando, disfruto del paisaje. Siento, a mi espalda, todo lo que hemos hecho estos 15 años: los concursos oníricamente acuáticos, la palabra más bella, los viajes a las ferias del libro de México, las jornadas creativas en Albarracín, los viajes europeos con los socios de Turín, París, Orivesi, Viena; las grandes fiestas de disfraces, los karaokes, las aperturas y cierres del máster, las partidas de rol y, por supuesto, los muchísimos cursos, talleres, seminarios, horas de clase. Al otro lado de este acantilado, está el mar. El mar está arriba, abajo. Se mezcla con el cielo azul en el que balanceo las piernas, como si fueran un solo cuerpo.
Cumplimos 15 años, estamos en plena juventud, hemos gozado lo bastante para sabernos vivos y somos lo bastante jóvenes como para vislumbrar una larga vida.
He sido alumna de la Escuela de Escritores, como os decía, y se me hincha el pecho de orgullo cuando lo repito. Recuerdo, con un cariño insustituible, mis cinco años de alumna de Ángel Zapata: «no tiene que estar bien, tiene que estar vivo», decía siempre. Y así todo. De esos cinco años de trabajo salió mi libro de cuentos. El primero. Solo me llevó siete años: cinco de escritura, dos de corrección. Porque la escritura, bien lo saben los autores de este libro, es un trabajo lento, paciente. Reposado. Mi libro lleva tres años volando por su cuenta, y me ha dado muchas alegrías. Treinta y cuatro cuentos que no son yo, pero son una parte viva de mí. O más bien, lo fueron. Porque escribir es eso, cederle una parte viva, propia, a una historia. Dejar que la historia te arranque un trocito de corazón para dejarlo en el papel, permitir que el texto se aleje del escritor y se acerque a los lectores, dejarle suelto y libre para que vaya a afectar a otros seres vivos.
Esto ocurre también con los cuentos de este libro que tenéis en las manos. Son vuestros. Ya no son de sus autores. En el momento en que un texto sale publicado debe pertenecer a los lectores. El texto es el vehículo que mueve la parte viva del autor, lo máximo que ha podido robarle, y se la entrega al lector, para que la toque, la huela, la sufra. Se ría, se enfade, se indigne, o empiece a rascarse la cabeza.
Todo sirve. Menos no intentarlo.
Ahora, sentada al borde del acantilado, miro el mar y disfruto de lo recorrido. Estoy sentada, escribiendo este prólogo. Rememorando. Creando aniversario. Me alegra tanto formar parte de un proyecto tan vivo. “No tiene que estar bien, tiene que estar vivo”. Y, este libro que tenéis entre las manos, que reúne poemas, relatos, fragmentos y hasta cuentos colectivos (trenzados, en un total de once, en forma de apagón a las dos de la mañana) es la demostración de que este proyecto está vivo. De hecho, haced la prueba, abridlo por cualquier página, cerca de un acantilado, una tarde de viento, y echará a volar.
Ya han pasado 15 años desde que creamos la Escuela de Escritores. Quién iba a decir entonces que yo, Marianita —como me siguen llamando mis compañeros— escribiría el prólogo de este libro tanto tiempo después. Y que, a pesar de lo joven que soy (y que sigo siendo, a dos días de mi cumpleaños) tenga este tono, inevitable por otro lado, de viejo náufrago zapatista en isla desierta: «Roque, hijo, ¿tú te acuerdas de las motocarros?».
Antes he dicho que era importante para mí escribir este prólogo a dos días de mi cumpleaños, ¿recordáis? Sí, lo he repetido mucho. Ángel Zapata me enseñó a repetir lo importante. Y hoy no es un día cualquiera porque hoy, justo hoy, me he demostrado a voz en grito que soy escritora. Porque hoy, a dos días de mi cumpleaños, he puesto el punto final al borrador de mi primera novela.
Una novela. Que, para la escritora de cuentos que soy —bien lo saben los autores de este libro que escriben cuento—, es un paso de gigante.
Mi primera novela. Cinco años de planificación y tres meses de escritura. Dos días antes de mi cumpleaños.
Así que es importante que escriba este prólogo hoy, como decía, porque me he demostrado una vez más que soy escritora. Que la Escuela de Escritores, en la que me he formado yo, y se han formado los autores de este libro, hace bien su trabajo. Que está bien y que está vivo. Hoy puedo afirmar, sin sentirme ni farsante ni mentirosa, porque he puesto fin a mi primera novela, que la escritura es constancia. Es pasión. Es trabajo. Es cabezonería. Son rituales. La escritura es seguir escribiendo a pesar de todo. A pesar de que fuera llueva o salga el sol. De que sea abril o junio. De que nos publiquen o todo lo contrario.
Y, los autores de este libro, hoy han hecho lo mismo que yo. Saberse escritores, demostrarlo. Así que en abril, no podía ser ningún otro mes, nada me hace más feliz que poder afirmarlo en voz en grito. Somos escritores. Estamos todos aquí, juntos, un cuerpo que encuentra a otro cuerpo, en el acantilado de Llanes, escribiendo. Quince años después.
Y al otro lado, está el mar.
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