Hacía décadas que no me sentaba en un aula como alumno, y jamás en mi vida lo había hecho en una clase de inglés. En mi viejo bachillerato la única lengua extranjera que se estudiaba era el francés. Nos enseñaron que era el idioma universal de la cultura frente al bárbaro inglés, más propicio para intercambios meramente comerciales, útil en todo caso a la hora de abordar asuntos de índole práctica y económica. Cuando se consumó la derrota, en todo tipo de foros, de la lengua de Proust, nos invadió un poderoso resentimiento hacia la lengua inglesa que ni aquellos héroes del rock, que desde su distancia galáctica comenzaban a tomar posiciones en el desorden de nuestra juventud, pudo deshacer del todo. Quedaba un odio ahí, aunque desdibujado por el tiempo, una especie de resentimiento, tan irracional y absurdo como persistente. Quien viajó a Dublín era el heredero de todo aquello, ahora a mitad de camino entre las borrosas heridas de aquel antiguo orgullo y la vergonzosa convicción de sufrir una suerte de analfabetismo en los tiempos que corren al que urgía empezar a poner coto en la medida de lo posible. Con el presente de indicativo del verbo to be y unas cuantas palabras aprendidas sin querer de las canciones, aterricé en la terminal 2 del aeropuerto el domingo 7 de julio.
Tuve dificultades para encontrar mi alojamiento ya que el nombre del hotel tal como aparecía en la web y en mi reserva impresa (Temple Bar by the Collections) no se correspondía con el que figuraba en el cartel de la calle (Barnacles Hostel). Tuve que vagar con mi maletón dando varias vueltas a la misma manzana hasta que di con el sitio, y ya en ese incómodo paseo obtuve una primera impresión de la ciudad que no iría a verse demasiado modificado en el transcurso de los siguientes trece días: Damian Rice tocaba en cada esquina, había en el aire un buen rollo, una alegría de sol y espuma de Guinness que contrastaba con una especie de dolor antiguo, una oscuridad difícil de descubrir a primera vista, como escondida debajo de las cosas. Nunca en mi vida vi mendigos más jóvenes ni gaviotas más chillonas intentando romper el hule de los sacos de basura. Sentí esa cándida emoción del peregrino que se sabe en las calles que pisaran Samuel Beckett y James Joyce, cuya escultura a tamaño natural presidía la entrada principal de lo que iba a ser para mí, durante casi dos semanas, «el bar de abajo».
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