Diario de viaje (4) Por Carlos Castán

Europa es Cultura: enseñar a escribir, aprender a enseñar

Escrito por Carlos Castán
Proyecto Escuela de Escritores 2019/2021
para EuropaESCultura, subvencionado por Erasmus +
enseñar a escribir, aprender a enseñar

Un viaje a Dublín

15 de agosto, 2019

Hacía décadas que no me sentaba en un aula como alumno, y jamás en mi vida lo había hecho en una clase de inglés. En mi viejo bachillerato la única lengua extranjera que se estudiaba era el francés. Nos enseñaron que era el idioma universal de la cultura frente al bárbaro inglés, más propicio para intercambios meramente comerciales, útil en todo caso a la hora de abordar asuntos de índole práctica y económica. Cuando se consumó la derrota, en todo tipo de foros, de la lengua de Proust, nos invadió un poderoso resentimiento hacia la lengua inglesa que ni aquellos héroes del rock, que desde su distancia galáctica comenzaban a tomar posiciones en el desorden de nuestra juventud, pudo deshacer del todo. Quedaba un odio ahí, aunque desdibujado por el tiempo, una especie de resentimiento, tan irracional y absurdo como persistente. Quien viajó a Dublín era el heredero de todo aquello, ahora a mitad de camino entre las borrosas heridas de aquel antiguo orgullo y la vergonzosa convicción de sufrir una suerte de analfabetismo en los tiempos que corren al que urgía empezar a poner coto en la medida de lo posible. Con el presente de indicativo del verbo to be y unas cuantas palabras aprendidas sin querer de las canciones, aterricé en la terminal 2 del aeropuerto el domingo 7 de julio.

Tuve dificultades para encontrar mi alojamiento ya que el nombre del hotel tal como aparecía en la web y en mi reserva impresa (Temple Bar by the Collections) no se correspondía con el que figuraba en el cartel de la calle (Barnacles Hostel). Tuve que vagar con mi maletón dando varias vueltas a la misma manzana hasta que di con el sitio, y ya en ese incómodo paseo obtuve una primera impresión de la ciudad que no iría a verse demasiado modificado en el transcurso de los siguientes trece días: Damian Rice tocaba en cada esquina, había en el aire un buen rollo, una alegría de sol y espuma de Guinness que contrastaba con una especie de dolor antiguo, una oscuridad difícil de descubrir a primera vista, como escondida debajo de las cosas. Nunca en mi vida vi mendigos más jóvenes ni gaviotas más chillonas intentando romper el hule de los sacos de basura. Sentí esa cándida emoción del peregrino que se sabe en las calles que pisaran Samuel Beckett y James Joyce, cuya escultura a tamaño natural presidía la entrada principal de lo que iba a ser para mí, durante casi dos semanas, «el bar de abajo».

Al comenzar las clases al día siguiente (inauguración del curso en el Hamilton Building y aulas en el Goldsmith Hall, ambos edificios dentro del recinto del legendario Trinity College) comprobé con preocupación que el nivel del curso que tenía por delante no era exactamente el inicial. No tarde en darme cuenta de que si quería de aquel lance con un mínimo de dignidad iba a tener que aplicarme al máximo y tomármelo tan en serio como me fuese posible, y así lo hice. Las clases eran de 9 de la mañana a tres de la tarde, en tres tirones de hora y media con pequeños descansos para el café y el almuerzo. En mi clase no había ningún otro hispanohablante al que preguntarle qué carajo ha dicho la profesora o en qué consiste exactamente tal ejercicio.

Tampoco, durante los primeros días de clase, nadie con quien comentar a la salida. Como los museos cierran a las 5 yo salía volando cada día en una dirección, a la National Gallery, al James Joyce Centre, al Museo de los Escritores de Dublín, a la Hugh Lane Gallery, a todos los puentes sobre el Liffey y calles y parques que quería ver. Luego quedaba con compañeros alemanes, franceses e italianos para cenar juntos, cómo me gustó el beef and guinness pie que me sirvieron en The Norseman, uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad. Aunque con estos compañeros hacíamos algo de trampa y recurríamos a un babélico chapurreo de todas las lenguas, lo cierto es que esas conversaciones, por banales que fuesen, me exigían casi tanta concentración como las propias clases, de modo y manera que aunque esté todavía muy lejos de hablar inglés, considero que entre unas cosas y otras (y con la ayuda que me prestaban vía telefónica desde Madrid sobre todo en materia de pronunciación) he aprendido bastante teniendo en cuenta el nivel tan bajo del que partía. Me he tomado esta experiencia como un reto pero sobre todo como un principio y una base sobre la que seguir aprendiendo. Escuchando las mismas canciones que antes, comprendo frases que me pasaban desapercibidas y lo mismo me ocurre con las versiones originales de las películas. Es como si hubiera roto la superficie de helada de un lago en el que, algo incrédulamente, me hallo ya buceando.

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