Treinta y cinco nuevos cuentos que han sido gestados, esbozados, corregidos y editados en el curso para jóvenes escritores
La cantera de Escuela de Escritores, los jóvenes autores de entre 13 y 17 años que participan en los cursos de Escritura Creativa Juvenil, presenta, el sábado 7 de septiembre su nueva antología de relatos.
Tras Escrito la noche anterior (2015), Con mala letra (2016), Punto y seguido (2017) y Vicios de transmisión textual (2018), los alumnos de los talleres de escritura que dirige Juana Márquez presentan No mates a la madre: treinta y cinco nuevos cuentos que han sido gestados, esbozados, corregidos y editados con mimo en cada sesión semanal de este curso para jóvenes escritores.
La antología incluye los textos de Alba Barrera, Sara de la Calle, Tota Oller, Julia Cordero, Olivia Escritt Hernández, Miryam de la Fuente, Ánshel Grint, Beatriz Iglesias Cerezo, Irina Luzzi, Raúl de Miguel Martín, Raquel N. González, Vega Orozco, Andrea Sanz de Andino y Juan Sauras Martín. ¡Enhorabuena a todos!
El próximo sábado 7 de septiembre a las 18:30 h. lo celebraremos con todos ellos en la presentación en la sede de Escuela de Escritores en Madrid (calle Covarrubias, 1).
¿Quién no recuerda aquel tiempo en el que la voz de nuestra madre nos sonaba como por dentro, dictándonos lo que debíamos hacer, tranquilizándonos si sentíamos miedo, animándonos a superar las dificultades que la vida, siempre, se empeñaba en ponernos por delante?
Dicen los expertos que educar consiste en construir el discurso interior. Así, puedo afirmar que el propósito último de la educación se basa en lograr que la voz de los padres en la infancia del niño sea, de algún modo, la misma voz que guíe los pasos del adulto final, modulada, por supuesto, por su propia experiencia. Esto, que así enunciado puede parecer un procedimiento algo complejo, se evidencia en esas ocasiones en las que nos sorprendemos a nosotros mismos exigiendo a nuestros hijos comportamientos idénticos a los que nos exigían a nosotros de niños, utilizando incluso las mismas palabras. Somos discurso y carne, estamos fabricados de genética y palabra.
Por otra parte, existe otra teoría de la educación basada en el proverbio africano que afirma: «para educar a un niño es necesaria la tribu entera». Aunque las dos teorías no se contraponen, esta le resta valor a las figuras paterna y materna y le ofrece protagonismo a todo aquel cuyo camino vital tiene interferencia con el camino vital del niño. Así, el maestro que obliga a memorizar las lecciones, el vecino que pone la música a todo volumen a la hora de la siesta, la mujer de labios inflamados que gana en televisión el concurso que se ha puesto de moda, el pediatra atento a los percentiles, el cura de la parroquia que le da catequesis al amigo del hijo los viernes por la tarde, el taxista que se queja del gobierno y de la parienta y del negocio y de la lluvia… todos tienen repercusión en la personalidad del niño, en sus frustraciones actuales y en sus posibilidades futuras.
Se me antoja ahora imaginar a un ser humano, a un niño recién nacido, como un recipiente vacío. Nacemos siendo solo envase, continente y, poco a poco, nos dejamos llenar de los condicionamientos que provienen de todos aquellos que nos rodean. Son lo que llamo “las voces del ser”. Siguiendo con el símil del vaso y yendo un poco más allá, podemos vernos, a cada uno de nosotros, como un vaso de güija. El movimiento del vaso, pese a las teorías que se justifican mediante motivos menos dotados de criterio científico, proviene del impulso, prácticamente imperceptible tomados de uno en uno, de todos aquellos que posan en él su dedo índice. Nada más, y nada menos.
Los adolescentes no quieren —y no deben querer, ni nosotros queremos que quieran— ser vaso de güija. Algunos poco a poco, otros de súbito, comprenden que los han venido guiando, que son consecuencia de los condicionamientos de los padres, los familiares, los profesores; que son corolarios de teoremas ajenos. Y se rebelan, vaya que si lo hacen. Se rebelan y ahí los tenemos, con ese gesto como de disgusto por las mañanas, con la risa floja cuando las cosas se ponen serias, con sus pies grandes y sus labios extraordinariamente rojos, sus tatuajes de boli Bic, sus cuadernos de espiral y sus fotografías en Instagram. Poco a poco o de un día para otro se dan cuenta de que padres y educadores no somos más que otros que habitamos en el mundo, personajes secundarios de una historia que es su historia.
Los padres, por tanto, deben morirse. Debemos morirnos. Los padres, los profesores, la tribu entera. Dicho así suena drástico, excesivamente fatalista, pero lo cierto es que esto y no otra cosa es lo que piden a gritos los adolescentes. Matar a la madre es una antología escrita por adolescentes, doce jóvenes encantados de cometer el parricidio. ¿Es para tanto? Por supuesto que lo es. La ruptura con lo establecido, el desafío de enfrentarse a un mundo en el que los límites solo serán impuestos por ellos mismos, el siempre doloroso corte en el cordón umbilical, la distancia ante el camino preestablecido, la lucha por ser uno mismo: todo eso supone matar a la madre.
Es por este motivo por el que, estoy convencida, han aparecido constantemente madres muertas en sus relatos. Es por este motivo por el que todos ellos, en un momento u otro de este curso, han escrito sobre madres muertas. No se han convertido en criminales, mantengamos la calma y la cordura. Y la sonrisa, si me hacen el favor. Son nuestros niños, aquellos niños que necesitan ahora romper el marco con el que los habíamos encerrado dentro de las fotografías de su infancia. Todos lo hicimos, es necesario. La madre muere dentro de uno, y la madre viva, quizá más viva que nunca, surge al otro lado, como una mujer más, alguien de carne y hueso. Todos hablamos de cuando nacen los hijos. Pero las madres nacen, aunque resulte paradójico, al mismo tiempo en que mueren. No mates a la madre grita el deseo de conservarnos, de esta manera simplemente humana, absurdamente cotidiana, en el interior de sus vidas, pero sin puesto de gobierno. Solo como simples personas vivas.
Asumámoslo.
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