Diario de viaje (5) Por Blanca Puyuelo

Europa es Cultura: enseñar a escribir, aprender a enseñar

Escrito por Blanca Puyuelo
Proyecto Escuela de Escritores 2019/2021
para EuropaESCultura, subvencionado por Erasmus +
enseñar a escribir, aprender a enseñar

Het Verhalen Huis o el talento de las personas mayores

27 de enero, 2020

Het Verhalen Huis (House of Stories) es un proyecto de la asociación Wintertuin consistente en organizar talleres de escritura creativa en residencias de ancianos. La sede de Wintertuin está en Nijmegen (Países Bajos), ciudad en la que he pasado siete días para enterarme bien de cómo funciona este proyecto. He ido con un interés profesional y literario, sí; pero también con un interés personal: tengo la suerte de tener todavía a mis dos abuelas y a mi abuelo paterno.

Antes del viaje, los Reyes Magos me trajeron Mandíbula, de Mónica Ojeda y, lo primero que pensé cuando supe dónde iba a alojarme durante mi estancia en Nijmegen fue: “Mejor me llevo otro libro”. Y es que la perspectiva de alojarme sola en un edifico de cuatro plantas y más de 500 años, por muy histórico y muy “alojamiento de artistas” que fuera, me pareció suficiente para excitar mi imaginación durante unas noches que pensaba iban a estar llenas del crujir de la madera, susurrantes corrientes de aire y sombras escondidas en los rincones. Me imaginaba a mí misma levantándome por la noche para ir al baño alumbrándome con una lámpara de aceite bajo la atenta mirada de silenciosas armaduras medievales.

La Besiendershuis no es un castillo, es solo un edifico de ladrillo a la orilla del río Waal, construido ahí como residencia de los inspectores (Besiender) encargados de revisar la carga de los barcos que atracaban en el puerto de la ciudad. Sin embargo, para una persona como yo, acostumbrada a vivir en apartamentos de cincuenta metros cuadrados, el edifico se parece más a un castillo que a cualquier otra cosa que conozca.

No obstante, y aunque hubiera sido muy literario pasar miedo durante siete noches seguidas, la realidad tiende a ser más pedestre: una cocina de gas con su campana extractora en la cocina, muebles de Ikea en el dormitorio así como televisión y luces de Navidad en el salón. No hubiera podido pasar miedo ni aunque lo hubiera intentado y me arrepentí de haber dejado Mandíbula en casa.

Claro, que a esta primera buena impresión del alojamiento ayudó el recibimiento de Noortje, coordinadora del proyecto Het Verhalen Huis, quien no solo me lo explicó todo con paciencia, con detalles y con generosidad, sino que fue a buscarme al aeropuerto para dejarme en la mismísima puerta de la Besiendershuis. El resto de días se molestó en enviarme capturas de pantalla con los horarios de los trenes y los andenes para que llegara sin problemas a nuestras reuniones e incluso me alquiló una bicicleta para moverme por Nijmegen. Tuve que devolverla al día siguiente porque Nijmegen debe de ser el único lugar de los Países Bajos con cuestas, y las bicicletas que usan allí son maravillosas pero no son precisamente ligeras. No era capaz de pedalear cuesta arriba. Lo de que Nijmegen debe de ser el único lugar de los Países Bajos con cuestas lo digo con motivos: todo el mundo “sabe” que es un país llano, pero yo lo he visto con mis propios ojos porque para visitar el proyecto prácticamente lo he recorrido de lado a lado en tren: De Amsterdam a Nijmegen, de Nijmegen a Utrech, de Utrech a Hardinxveld-Giessendam, de Nijmegen a Teteringen… y eran todo campos cubiertos por las brumas de primera hora de la mañana, con un sol de invierno que matizaba los colores tiñéndolos de plateado. Así hasta el horizonte. Todo el rato.

Eso y muchos pasos a nivel. Creo que no soy la única a la que le resulta difícil viajar sin comparar lo que ve con lo que conoce de su país y de su casa y, aunque trate de evitarlo, no puedo: ¿hay en España tantos pasos a nivel? A propósito de esto, cuando nos bajamos del tren en Hardinxveld-Giessendam pasamos al lado de una mujer y un hombre vestido con el uniforme de la compañía de trenes, quienes mantenían una conversación en neerlandés. Luego Noortje me explicó que el hombre era el conductor del tren y que estaba echándole la bronca a la señora por haber cruzado el paso a nivel cuando la barrera estaba bajada; le prohibió subir a ese tren y le advirtió que la próxima vez le pondría una multa. Yo me imaginé está misma escena en Madrid y de ninguna manera incluía un tono de voz como el que había escuchado hacía unos momentos.

Allí, en Hardinxveld-Giessendam, el proyecto tiene lugar en la biblioteca pública. Me encantan las bibliotecas públicas: son uno de los pocos sitios que quedan en esta sociedad de consumo al que se puede ir para pasar un rato y no gastar dinero, ni siquiera si al final te llevas un libro (o varios) a tu casa. En este caso, se puede incluso asistir a un taller de escritura creativa. ¿Qué más se le puede pedir a una biblioteca?

La sesión tuvo lugar en neerlandés, claro, y yo la pude seguir porque Noortje iba traduciéndome lo más importante. Sin embargo, una ventaja de observar una actividad sin entender el lenguaje en el que se desarrolla es que se pueden ver más fácilmente otras cosas. Pude fijarme en la atmósfera de confianza que había en ese grupo, en cómo cada una de las personas que participaba se entregaba a la escritura y luego a la lectura de sus textos, el tono en el que comentaban unas los textos de otras, la energía que se desprendía de esa comunicación que se produce a veces cuando participan la creatividad, los recuerdos y la literatura.

La otra sesión a la que asistí fue en Teteringen, esta vez sí, y como suele ser lo habitual en el proyecto, en una residencia de ancianos. No fue una sesión cualquiera sino la sesión informativa tras la cual las personas asistentes decidirían si querían apuntarse o no a la actividad. Me llamó la atención (las comparaciones otra vez) que muchas de las personas con las que hablé allí, octogenarias de media, hablaban inglés. Me acordé de una prima de mi abuelo que nunca se había casado pero que hablaba inglés y que me regalaba chocolatinas con envoltorios dorados. Yo era pequeña y que alguien de la edad de mi abuelo hablara inglés me parecía exótico e imposible.

Fue durante esta sesión que presencié la escena que más me conmovió de todo el viaje. A mi izquierda estaba sentado un hombre que había sido misionero toda su vida y que, además de inglés, hablaba indonesio. Él me tradujo los ejercicios de escritura que se propusieron para esa sesión. A mi derecha había una mujer que no hablaba inglés y a la que le temblaban un poco las manos. Se le cayó un trozo de galleta sobre el regazo y le costó mucho sacudirse las migas. Pensé que tendría dificultades para utilizar el bolígrafo pero cuando empezó a escribir después de que el profesor explicara el ejercicio su trazo era firme. Mientras que las demás personas que había en la mesa llenaron apenas la mitad del folio ella ocupó toda la hoja y tuvo que darle la vuelta. Todo su cuerpo estaba inclinado sobre el papel y no paraba de sonreír. De vez en cuando me miraba y sonreía, como queriendo hacerme partícipe de su experiencia, y luego continuaba. Pensé que solo por ese folio escrito por las dos caras y por esa sonrisa había merecido la pena ir hasta allí desde Madrid. Y que solo por ese folio escrito por las dos caras y por esa sonrisa merecía la pena poner en marcha un proyecto como el Het Verhalen Huis.

Y bueno, finalmente la mujer no hablaba inglés pero sí algo de español y pudo contarme que su hijo estaba casado con una mujer española, y que tenía dos nietos, y que por suerte los cuatro vivían en los Países Bajos. Que había viajado a España con ellos alguna vez y que le gustaba mucho la comida española. Algo así.

Luego me enteré de que esta mujer (no recuero su nombre) tenía demencia y que al día siguiente no se acordaría de mí. Pero eso no es lo importante: vi, como si pudiera tocarla, como si fuera una esfera metálica y luminosa, una idea; la idea que está en el corazón del proyecto: las personas mayores no solo tienen carencias y necesidades, sino que también tienen talentos; se trata de preguntarles no “qué necesitas” sino “qué puedes ofrecer”. Ella tenía entusiasmo, ilusión, y un folio escrito por las dos caras acerca de una comida que recordara por algún motivo especial. Con el neerlandés de por medio no supe qué había escrito, pero vi cómo lo había escrito.

Me la imaginé posando frente al fotógrafo para tomarse la fotografía que aparecería junto a su biografía en el libro, un libro que se editaría tras las dieciséis sesiones de escritura; y también me la imaginé participando en la presentación del libro, leyendo ese y otros textos, y pensé que daba exactamente igual si al día siguiente se acordaba o no.

Ahora, sentada a la mesa de mi escritorio en mi apartamento de cincuenta metros cuadrados, observo cinco de los libritos editados por Wintertuin para algunas de las ediciones de Het Verhalen Huis. Desearía poder leerlos. Me permito soñar y me imagino a mí misma hojeando unos libritos como esos pero escritos en español. Espero que pronto.

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