Desarrollo de competencias para la enseñanza de la escritura en una Europa global
Llegué a la orilla del Sena sin saber qué me iba a encontrar, lleno de curiosidad, con ganas de conocer maneras diferentes de enseñar escritura y preocupado por mi nivel de inglés. Fue una sorpresa que llegó en el mejor momento. Un verano que se aventuraba gris se tiñó de diferentes colores a la orilla del Sena. Colores, olores, sonidos, sabores y texturas internacionales, naturales y químicas, reales e inventadas… Ingredientes para crear y para para aprender a enseñar que nos llegaron en formatos muy variados.
Habíamos ido a trabajar. Therese, Reijo y Luis iban a hablarnos de voces, narradores, tramas, territorios y viajes. No lo tuvieron fácil desde el principio. Pero no fue culpa nuestra: Estábamos en un viejo molino medieval transformado en centro cultural, en un paraje solitario y decadente, donde lo mismo podías encontrar a un cisne levantando el vuelo desde el río, que una silla oxidada en medio del camino o el fantasma del gato de la joven molinera asesinada por su marido, llamándola con sus maullidos (yo los oí). Nuestra anfitriona nos distraía con esas historias, con anécdotas de Truffaut y otros protagonistas de la Nouvelle Vague que hicieron de este lugar su retiro. Los cruasanes con que nos despertaban cada mañana paraban el tiempo. Y luego estaba el río, que nos contagió su ritmo manso desde el primer día.
Supongo que la EACWP sabía dónde nos enviaba y el riesgo que conllevaba reunir a una veintena de profesores/escritores en esas condiciones y por eso dio a Lorena la batuta. Ella, con dulzura tropical y carácter, se encargó de meter algo de brío para que se cumplieran los horarios y programas.
En los talleres descubrimos que, independientemente de nuestro origen geográfico, bagaje cultural, idioma… todos trabajamos con los mismos ingredientes: las personas, sus emociones y sus deseos. Compartimos mentiras, verdades, ideas, reflexiones, dinámicas y, sobre todo, experiencias no solo docentes o literarias. Dibujamos nuestros mapas particulares de los territorios que transitamos con nuestros alumnos y creamos diferentes brújulas para orientarnos en ellos. Nos invitaron a hacer malabares con la experiencia, la teoría y la práctica, a poner el norte en la motivación de los alumnos; a crear con ellos y hacerlos partícipes de las clases desde el primer momento. Reflexionamos sobre el trabajo del profesor, su papel y la necesidad de afrontar la clase con espíritu de aprendiz, haciendo que la membrana que separa la tarima de los pupitres sea porosa y permita el intercambio en ambos sentidos…
Al final las lecciones se salieron de las aulas y aprendimos de las sillas oxidadas, de los cisnes, del río, de los acentos e historias personales. Aprendimos en paseos, en charlas informales, contándonos mentiras y confesando verdades que eran auténtica literatura.
Una experiencia, un aprendizaje desde el goce y el divertimento, donde jugamos para aprender y aprendimos a enseñar jugando.
Contactar con personas afines que, seguro, me iba a enriquecer; zambullirme en uno de esos ríos donde se piensa en muchos idiomas, donde se habla en inglés y en francés, pero el sueco, el finlandés y el flamenco acaban siendo tan comprensibles como el español, a fuerza de sonrisas y expresividad en los ojos y en los gestos; reforzar la base de mi experiencia docente, aprender de profesores de trayectoria y generosidad espectaculares. Podría decir que esos eran mis objetivos cuando opté a acudir al curso, pero creo, más bien, que esos han sido los resultados de la experiencia. En verdad, como tantas veces, fui sin expectativas claras, con el espíritu totalmente abierto. Era un programa de entrenamiento de profesores de la Asociación Europea de Escritura Creativa (EACWP) apoyado por la Escuela de Escritores y por Erasmus+. ¿Qué podía salir mal? Fui a ver qué me encontraba, qué nuevas situaciones viviría, qué me iba aportar, qué podría aportar yo.
Y todo salió bien. Javier y yo nos encontramos en Barajas con el ojo aún pegado por el madrugón. No nos conocíamos con anterioridad, aunque sabíamos el uno del otro. Y dos horas en asientos contiguos y la anticipación de lo que nos esperaba dan para mucha conversación cuando la gente es comunicativa. Una vez en tierra, el teléfono nos indicaba perfectamente qué autobús debíamos tomar para ir a la Défense y dónde estaba situado. Claro que la información que dan esos bichos no siempre es del todo precisa. O no la supimos interpretar bien. El caso es que nos vimos caminando desorientados por el aeropuerto con el teléfono en la mano y caras de tonto, hasta que decidimos adoptar el prehistórico método de preguntar a personas de carne. Ya sabéis: esas que tienen tres dimensiones, respiran y sudan. Llegamos al punto de encuentro a buena hora y nos acercamos a un grupo que, como nosotros, hacía rodar sus maletitas por la acera con cara inquisitiva.
A la hora de las presentaciones, decías y preguntabas la nacionalidad: España, Suecia, Venezuela, Francia, Argentina, Bélgica, los Estados Unidos, Finlandia. El autobús, cuando subimos, era una estimulante ensalada de sueco, finlandés, español, francés e inglés con muy distintos acentos. Lorena dio la bienvenida y nos explicó por encima cómo iba a desarrollarse el curso.
En el último tramo de su recorrido, el terreno es muy llano y el Sena hace meandros. Grandes meandros de curva muy pronunciada, islas de arena y bosques densos en las dos riberas. En uno de esos meandros, poco antes de que las aguas lleguen a Ruan, hay un molino, el moulin d’Andé, construido en la edad media y convertido en centro cultural desde los años sesenta del siglo XX. Junto a esa noria que ya no rueda aprendimos, de la mano de Reijo Virtanen, que es interesante escribir con muchas voces. Allí, Therese Granwald, con su voz dulce, nos hizo reflexionar sobre cómo ayudar a nuestros alumnos a construir tramas sólidas en sus historias. Y Luis, Luis de Luna nos convenció de que los lectores son migrantes y de que nuestra labor como escritores consiste en hacerlos echar raíces en los territorios que nosotros les creamos para que los hagan suyos y los sigan habitando, incluso cuando hayan acabado de leernos.
La racionalidad de Reijo, la empatía de Therese y la pasión de Luis construyeron una base sólida, un núcleo académico que justificaba con creces nuestra estancia en el molino. Pero es que a eso hay que añadir las conversaciones en tres idiomas, las canciones finlandesas de Reijo y su mujer, la belleza del lugar, los boleros de Lorena, la excursión a Ruan, la visita a la casa de Flaubert, Juana de Arco, el río, la luna y las risas. Os puedo asegurar que, al volver a Barajas, seguíamos habitando aquel moulin d’Andé que habíamos creado entre todos y lo seguiremos haciendo mientras tengamos memoria.
Sí, la experiencia ha sido redonda. Belleza, alegría, comunicación, trabajo literario. En realidad, ¿qué podía salir mal?
Este proyecto es posible gracias al Servicio Español para la Internacionalización de la Educación. Queremos agradecer al SEPIE la gran oportunidad que nos brinda de cara a la formación de nuestros profesionales en diferentes países europeos. También agradecemos a la EACWP la gran oportunidad que nos brinda de cara al intercambio con otras escuelas europeas.
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