Lee la intervención del escritor irlandés en la apertura de la XIV Promoción del Máster de Narrativa
John Banville nació y creció en Wexford, Irlanda. A los 13 años, su hermana le regaló un ejemplar de Dublineses, el libro de relatos de su compatriota James Joyce. A través de la literatura de Joyce, Banville descubrió que podía escribir ficción tomando elementos de la vida diaria. Desde entonces, ha publicado más de 30 libros, incluyendo diez novelas de género negro escritas bajo el seudónimo de Benjamin Black.
Premio Booker en 2005, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 y candidato fijo en las quinielas al Nobel, John Banville es un novelista filosófico, con el estilo más elaborado de su generación, preocupado por la naturaleza de la percepción, el conflicto entre lo imaginario y lo real y el aislamiento del individuo. En esta conversación con Rubén Abella y los alumnos del Máster de Narrativa, Banville desvela muchas de sus obsesiones y técnicas literarias.
¿Cuál es tu enfoque sobre el lenguaje, qué tan importante es en tu obra?
Soy un escritor, así que el lenguaje es el medio en el que me desempeño. Para mí es de lo más importante. No podría ser escritor sin él. Hace unos años, en Asturias, mencioné durante una conferencia que, para mí, el enunciado es el mejor invento de la humanidad. Han existido civilizaciones que no utilizaron la rueda —los incas, los aztecas…— pero sí contaron con el enunciado, con las frases necesarias para comunicarse. El lenguaje se encuentra en el fundamento de toda civilización… aunque a veces no parezcan tan civilizadas. Declaramos nuestro amor en una frase, lo mismo que la guerra; nuestras leyes están escritas en enunciados… Es lo que nos distingue de otros animales. No deberíamos sobreestimarnos por encima de ellos: no somos dioses, sino animales; solo que tenemos esa preciosa habilidad para pensar y comunicarnos.
¿Se considera más un escritor de frases que de párrafos o capítulos?
Sin duda me considero un escritor de frases. Joyce, por ejemplo, trabajaba desde el párrafo, y con gran maestría. Beckett era de libros. También tenemos que considerar que el lenguaje es un medio bastante traicionero. Lo he dicho muchas veces: todos hemos tenido la experiencia, ya sea al escribir un relato, un libro o una carta cuando, al terminar, leemos el texto y pensamos “esto no es lo que quería decir”. El lenguaje parece mantener un pulso en contra de lo que queremos expresar; el lenguaje se concentra en sí mismo. A veces, me siento como una figura bíblica, como Jacob luchando contra el ángel. Es un medio muy difícil de dominar. Cuando era un adolescente quise ser pintor y fallé miserablemente, pero fue una experiencia muy buena porque al final me dio ojos de pintor para ver el mundo. También descubrí que la pintura era un medio fantástico para expresarme, a diferencia de las palabras, que son extrañas. Tomemos la pintura roja, por ejemplo: uno la aplica con el pincel sobre el lienzo y punto. Pero la palabra “rojo” no significa rojo. ¿Qué significa esta palabra? O como decía Joyce en pensamientos de Stephen Dedalus: “Un caballo es un caballo (por supuesto, por supuesto), pero ¿qué es un caballo?”. La palabra no tiene ninguna conexión con el animal de cuatro patas. Mientras más usamos las palabras, más pierden su significado. Uno nunca acaba de dominar el lenguaje.
«Escribiré la frase perfecta. Solo para mí. Nadie lo sabrá. Y estaré muerto para entonces.»
Cuenta que a los 13 años su hermana le regaló una copia de Dublineses, de James Joyce, y tras su lectura decidió convertirse en escritor. ¿Cuándo comenzó realmente a escribir? ¿Cuántos años tenía? ¿Recuerda esas primeras experiencias?
Así es, ella me regaló el libro y la verdad es que me conmovió profundamente. Hasta ese momento había leído historias de detectives, de vaqueros o de chicos en escuelas públicas en Inglaterra, pero nunca me había topado con historias que sucedieran en mi mundo, en el lugar donde yo vivía. Eso fue una revelación para mí. Mis primeros escritos fueron imitaciones bastante burdas de Joyce. Empecé escribiendo en la Remington de mi tía, una de esas viejas y pesadas máquinas de escribir; pesaba como un tractor y funcionaba a base de trabajos forzados. Me gustaba, sabía lo que estaba haciendo y quería seguir en ello. A los 17 años publicaron una de mis historias en una revista. Yo ya sabía que sería publicada porque, al terminarla, vi que era auténtica y verdadera, quizá no buena, pero sí una parte de mí separada ya de mí, a la que había dado origen; un ente que caminaba por sí solo hacia su propio mundo. Fue en ese momento cuando me dije que podía ser escritor. Y desde entonces y hasta el día de hoy no dejo de practicar. Cuentan que cuando Henry James estaba en su lecho de muerte, ya en coma, a punto de expirar, su mano seguía moviéndose, como si estuviera escribiendo sobre el papel. Espero que lo mismo pase conmigo. Escribiré la frase perfecta. Solo para mí. Nadie lo sabrá. Y estaré muerto para entonces.
En una conversación que mantuvo con el escritor Richard Ford, aseguraba que usted nunca aprendió cómo vivir, cómo tratar con los seres humanos. “Aprendí a ser actor a muy temprana edad”, dijo, “tuve que actuar para pasar por humano”. ¿Escribir es para usted una forma de “ser un humano”?
Sí, lo que dije iba en serio. Desde niños aprendemos el papel que juegan nuestros padres, que son nuestros dioses, y aprendemos a actuar. Cada vez que entro a un recinto siento como si subiera a un escenario. En la escritura veo un medio para escapar de las dificultades de la realidad. Creo que los autores jóvenes escriben para expresarse a sí mismos, sus sentimientos hacia el mundo, hacia sus semejantes… Y yo les diría que no lo hicieran: al mundo no le interesa lo que ustedes creen o sienten. Es la verdad. Lo que hay que hacer es crear algo distinto a ti. Sí, nacerá de tus entrañas, pero hay que empujarlo fuera, hacia el mundo, hasta que se vuelva algo separado de ti. Hay quienes me critican diciendo que no me importa la sociedad y yo les respondo que claro que me importa: me importan mis hijos, me importa Ucrania, pero como artista no me importa nada más que terminar la obra que tengo entre manos. ¿A quién le van a importar mis opiniones? Uno de mis lemas como escritor viene de la antigua Roma, de Catón: “Aférrate a la cosa y las palabras vendrán”. Es decir: concéntrate en lo que quieres escribir y las palabras llegarán. En una ocasión, Rilke dio este consejo: “Ve a un zoológico, siéntate delante de una de las jaulas y observa a un animal, obsérvale durante días. Luego ve a tu escritorio y escribe sobre él. No sobre lo que tú sientes por él, sino sobre lo que el animal es”. Uno de los primeros poetas de Rilke es sobre una pantera, no sobre lo que un poeta piensa que es una pantera, sino sobre cómo es una pantera. Ese es el punto inicial, escribir sobre las cosas, no sobre uno mismo.
Hablando de comienzos, ¿tiene algún método para escribir, algún punto de partida?
Mi primera novela la escribí en nueve tomos. Y estaban todos mal. ¡Cómo no podrían estarlo!, ¡apenas estaba comenzando a escribir! Uno tiene que ser consciente de eso: todo va a estar mal. El trabajo consiste en quitar lo malo y, poco a poco, incrementar lo bueno. Ahora escribo a partir de la primera frase: la encuentro, la escribo y termino la página con la última. No reviso mucho, la verdad. Cuando el libro está terminado, está terminado.
Lo que escribo es una especie de poesía, por eso me toma tanto tiempo.
Hoy en día se habla a menudo sobre la escritura como “producto”, sobre la cantidad de palabras que uno es capaz de «producir». ¿Cuál es su opinión? ¿Cuánto escribe usted al día?
Si logro escribir tres o cuatro frases al día diría que lo he hecho bastante bien. Pero cuando escribo novela negra soy mucho más rápido: puedo escribir un libro en cuatro o cinco meses. Con estos libros así debe ser, pues el proceso es más espontáneo, no puedo enamorarme de cada frase que escribo en ellos. Mi agente siempre me pregunta: “¿Cómo eres capaz de escribir un libro literario cada cinco o seis años y una novela negra en solo cuatro o cinco meses?”. “Verás”, le dije, “es que los literarios son poesía”. Un amigo mío, el difunto escritor irlandés John McGahern, solía decir: “Existe el verso, la prosa y la poesía”. Es decir, lo poético puede estar presente en cualquiera de estos medios. Yo diría que lo que escribo es una especie de poesía y por eso me toma tanto tiempo. Es como si estuviera cincelando cada frase sobre granito. La obra tiene que tener esa densidad, esa forma de aprehender las palabras por el cuello, tiene que ser la cosa misma sobre la que escribo. Me fascina esa forma de crear.
¿Qué es para usted la perfección? ¿Sería capaz de reconocerla en lo que ha escrito?
No sé lo que es la perfección. Si acaso he descubierto algo es cómo describirla. Todo lo que hacemos es imperfecto, ¡somos humanos! El otro día escuché a una soprano cantando un aria de Bach. Me pareció sublime. ¿Pero en qué radicaba lo sublime? Pues en que no sonaba humana. “Si los ángeles cantaran”, pensé, “creo que así deberían de sonar, porque les importaría un bledo comunicarse con nosotros”.
¿Cree que lo mismo podría aplicarse a la literatura?
¡Oh, no! Sería algo sin sangre. Exquisito, sí, celestial, sin duda, pero no sería algo humano y nosotros, en definitiva, lo somos. Y cualquier pretensión hacia lo sublime que el arte pueda tener, también es humana. Cada vez que vengo a Madrid visito el museo de El Prado. Miro los cuadros de Velázquez y, ¿sabe en qué me fijo? En el perrito que siempre aparece en el fondo. ¿Y sabe por qué? Porque me parece que está ahí para darle humanidad al cuadro. Así que, vayamos tras el arte humano, no el perfecto. Lo perfecto no es interesante.
¿Qué es lo que no le gusta de tus libros?
Me parece que mis libros son mejores que los demás… pero no lo suficientemente buenos para mí. No puedo leer mis libros. Cada vez que los abro miro un error aquí y allá. Mi esposa me dice: “Y si dejaras de escribir, ¿qué harías”. “Seguramente me metería en política y acabaría destruyendo al mundo”, le respondo (risas). Ya se sabe: no hay nadie más peligroso que un artista fallido. Aunque lo opuesto, el artista perfecto, tampoco exista, sí existe la intención de conseguir algo bueno: eso es lo que nos mantiene en marcha. Alguien le preguntó a la novelista irlandesa Iris Murdoch por qué había escrito tantos libros, a lo que respondió que con cada título nuevo esperaba ser perdonada por todos los anteriores. Y lo mismo digo yo: “que este libro sea mejor que el anterior, vamos, que se acabe de una vez”. En octubre saldrá publicado mi último libro como John Banville. Lo digo en serio, será el último. Seguiré escribiendo novela negra y reseñas, claro, ¿pero qué voy a hacer con lo otro, con esa búsqueda de la perfección? Nada: me dedicaré a la política (risas).
Cuando escribe, ¿lo hace con algún lector potencial en mente?
Sí, en mí. Nadie más. Escribo y luego leo y releo y corrijo y cuando termino con eso lo envío a los editores. Pasan unos nueve meses y me llegan sus comentarios sobre el manuscrito y pienso, “Oh, Señor, ¿de verdad tengo que ponerme a revisar esto otra vez?”. De pronto, todos esos horrores que dejaste atrás nueve meses antes, vuelven a ti.
Hablemos sobre Benjamin Black. ¿Cómo apareció?
Fue bastante sencillo: escribí un guión para la televisión en 2004. Me pagaron por ello y todo. ¿Saben qué es lo mejor de los guiones? Que te los pagan y, al final, no se realizan, así que te ahorran la vergüenza de verlos en la pantalla. Pero hubo un guión por el que no me pagaron y se me ocurrió la idea de darle la vuelta y convertirlo en una novela. Empecé a eso de las 9 de la mañana y para la hora del almuerzo ya tenía unas 2.000 palabras escritas: ¡insólito! Cuando terminé el primer libro supe que escribiría el próximo porque me apetecía y porque era una forma de decirle a los lectores que el primero no había sido un mero capricho. Así que continué. Benjamin fue un medio para escribir estas historias hasta que me cansé de tener que fingir que yo era alguien distinto, así que un día lo maté y seguí escribiendo estas novelas sin él.
La función de la escritura es trasladar al lector la intensidad de lo que significa estar vivo.
Al principio hablábamos de la importancia del lenguaje para escribir ficción, pero me gustaría que también habláramos sobre la imaginación. Le cito: “La imaginación es lo que importa, no los hechos”. ¿Qué importancia tiene la imaginación?
Henry James decía que el arte crea vida. Yo creo que es la imaginación la que crea vida. Cuando somos pequeños, muy pequeños, carecemos de ella. Luego, poco a poco, comenzamos a imaginarnos, a imaginar a nuestros padres, a nuestros hermanos: “Mamá es buena, papá no. Mi hermano es un fastidio”… Y así nos pasamos la vida imaginando un mundo. A mí me criaron en el catolicismo y una de las primeras cosas que imaginé fue el alma humana. ¿Quién soy yo? ¿Soy mi alma? Una persona que se levanta de la cama y al salir de casa se topa con su peor enemigo es, en realidad, dos criaturas muy distintas. Quien desayuna es alguien distinto de quien se sienta al escritorio para escribir. Constantemente estamos imaginándonos nuestro mundo, y eso es algo muy intenso. Siento mucha compasión por quien no tiene la capacidad de imaginar su mundo. Debe de ser algo muy gris. Enamorarse, por ejemplo, requiere mucha imaginación. Te sientas a tomar un café con esa persona, charlas con ella, la conoces. No es más que una persona, pero la imaginación entra en juego y, de pronto, ella se vuelve un ser muy superior, casi un dios. ¿Quién no querría enamorarse todos los días? Pues bien, todo eso ocurre gracias a la imaginación, que construye ese nuevo mundo, esa nueva persona.
¿Se considera un eslabón en la larga cadena de escritores que le han precedido? ¿Ha sentido el peso de la tradición?
Por supuesto que me siento parte de ella. Ha sido grande y gloriosa. Mira el mundo que hemos construido. Tengo la imagen recurrente de un mundo destruido en el que un niño busca comida entre los escombros y, de pronto, encuentra un libro y todo comienza de nuevo. En definitiva, creo que nos encontramos al final de la cultura europea. Quizá esté equivocado. Hemos logrado cosas increíbles. George Steiner solía decirme que, incluso en los campos de concentración, los guardias volvían a casa y leían a Goethe. En lo personal, no creo que exista alguna conexión entre ambos. Los campos de concentración están de un lado y la literatura de Goethe por otra. La literatura no es para eso. Si el arte tiene alguna función, creo que es la de hacerle notar al lector o espectador la intensidad de lo que significa estar vivo en este planeta tan extraño. No esperes que la literatura cure a las personas o que las haga mejores. Desde luego que leer poesía no cura ni mejora nada, pero sí que podemos vivir dentro de nosotros mismos con mayor intensidad.
¿Qué importancia tiene para usted la memoria en el proceso de escribir?
Creo que lo que muchos entienden por memoria es más bien imaginación. No recordamos tan bien como imaginamos. Los científicos afirman que la memoria no retiene las cosas tal y como sucedieron, sino que guarda una especie de modelo, de maqueta. Así que me declaro más a favor de la imaginación que de la memoria. Por otra parte, ¿qué es el presente? Algo que me gusta de la Teoría de la Relatividad de Einstein es que este universo es un bloque en el que todo existe: mi yo pasado, mi yo presente y mi yo futuro. El futuro es, como mucho, una posibilidad; el pasado es lo único que tenemos. Sí se que gracias a la imaginación, a la glorificación del recuerdo, las experiencias ordinarias ascienden a lo sublime.
Vayamos con la experiencia, ese elemento del que muchos parecen extraen las historias que escriben. ¿Qué importancia tiene para usted en la escritura?
Soy el único ser humano en el que habito y, por tanto, todo lo que escribo proviene de mi experiencia. Ahora bien, ¿si me baso directamente en mis experiencias para escribir? No. Sería demasiado raro. En la vida real suceden cosas, coincidencias, por ejemplo, que nadie creería. La ficción se tiene que encargar de remodelar todo eso.
Escribir es la forma de explicarme este mundo y tratar de que tenga sentido.
Hablemos sobre el estilo y la técnica…
Para mí los primeros párrafos son importantísimos. Me ha llevado meses terminar algunos de ellos. A veces reescribo exactamente el mismo párrafo, una y otra vez. Eso me ayuda a colocarme en una posición desde dónde avanzar hasta conseguir el tono que busco. Eso es lo más importante. Una vez encontrado el tono, puedo continuar. Y los nombres de los personajes, debo tener los nombres. ¿Pero cómo sabes si tienes los nombres indicados? Bueno, de alguna forma lo sé. Es algo instintivo. La imaginación empieza a maridar los nombres con los personajes a los que estarán asignados. También mencionaría la musicalidad, el ritmo del texto. Los escritores solemos ser muy musicales. En mi caso, debo reconocer que algunas veces me he dejado llevar por el ritmo de mis textos.
Decía Lobo Antunes que preguntarle a un manzano por qué da manzanas es lo mismo que preguntarle a un escritor por qué escribe. ¿Por qué escribe John Banville?
Porque no puedo hacer otra cosa que escribir. Creo que escribo como una forma de interpretar el mundo para mí mismo. En toda mi obra solo existe un pequeño párrafo en el que hablo con mi voz, y es cuando uno de los personajes dice que jamás se ha acostumbrado a vivir en este planeta, que nuestra presencia aquí no es más que una torpeza cósmica y a continuación se pregunta qué habrá sido de los pobres seres que debían habitar este mundo en nuestro lugar. Piénselo, uno nace y, al tiempo, muere. ¿No es algo extraordinario? Quizá sea mi modo de explicarme este mundo, tratar de que esto tenga un poco de sentido.
¿Algún consejo para quienes desean dedicarse a la escritura?
Les contaré una historia: hace un tiempo, una amiga había creado un grupo de Escritura Creativa en una universidad irlandesa. Me preguntó si le daría un consejo a sus alumnos y yo le respondí que por supuesto que no (risas). Ella insistió y finalmente esto fue lo que les dije: “Renuncien a la escritura, háganlo ahora antes de que sea demasiado tarde. Se están arrojando a una vida de pobreza, de tormento… Se pasarán tres, cuatro o cinco años escribiendo un libro solo para que se rían de ustedes en los periódicos. Sus maridos, esposas e hijos estarán furiosos con ustedes por no ganar suficiente dinero, por no verlos lo suficiente… Así que se lo digo ahora, renuncien a la escritura, renuncien ahora”. Pero, ¿saben una cosa? Me alegra haberlo hecho porque ahora todos esos alumnos son escritores. No me escucharon. Y recuerden a Catón: aférrense al objeto, no a ustedes mismos. Lo demás llegará.
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