Escrito por: ROSA JIMÉNEZ

Estoy convencida de que alguna vez habréis escuchado que escribir es una labor solitaria. De ello solemos vanagloriarnos los escritores, que no perdemos oportunidad de apropiarnos de los mitos sobre la escritura; sobre todo de aquellos que crean un aura especial sobre nosotros. Hablamos de escribir desde la cueva, desde nuestro retiro, casi desde la torre de cristal desde la que contemplamos el mundo. Como si la escritura se tratara únicamente del momento en el que se produce y el proceso acabara en el momento en el que decidimos poner fin a una historia.

Olvidamos que escribir es, también, compartir. Cuando alguien lee algo que hemos escrito, le estamos ofreciendo un fragmento de nosotros mismos. A cambio, esa persona nos está dando su tiempo. ¿Puede haber algo más valioso?

Una labor detectivesca

Hace poco impartí un taller de escritura creativa para los trabajadores de una empresa. Tras varias sesiones una de las asistentes me comentó que escribir se parecía a realizar una labor detectivesca. Para escribir es necesario unir los cabos sueltos. No solo hay que construir un personaje, sino que también hay que dotarle de una motivación, de una historia familiar que justifique su forma de actuar y de un obstáculo que le impida lograr aquello que desea.

Sus compañeros secundaron el entusiasmo por ese juego en el que les sumía la escritura. También se dieron cuenta de que compartir con los demás el resultado les unía y les cohesionaba como grupo. Lejos quedaba ese primer día del taller en el que se miraban con cierto recelo y con mucho pudor. Eran compañeros de trabajo. Se veían poco, se comunicaban mucho online y apenas sabían nada los unos de los otros. Con el paso de los días se dieron cuenta de que Paco, el mismo Paco que en los correos electrónicos parecía frío y seco —siempre utilizaba un tono engolado— era capaz de crear personajes memorables. En el taller mostraba una sensibilidad que en el trabajo intentaba ocultar con distancia y cierta indiferencia. O que Clara, la jefa de uno de los departamentos, se había apuntado al curso porque deseaba poner por escrito las historias de familia que su padre le había contado. El padre había muerto hacía años y ella quería ofrecerle un homenaje póstumo.

Poco a poco, empezaron a comentarse los trabajos y a pensar que detrás de los correos que recibían y de las reuniones virtuales había personas como ellos que, como sus personajes, tenían una historia familiar, unas motivaciones y varios conflictos que —al fin y al cabo— no eran tan diferentes los unos de los otros.

Escribimos como somos

Suelo decir que escribimos como somos. Si alguien es desordenado, su forma de escribir será también desordenada. Si es metódico, se sentará cada día durante unas horas a trabajar. Sus frases estarán pulidas y perfectamente estructuradas. Y si alguien escribe correos largos, llenos de datos irrelevantes, probablemente sufrirá también de incontinencia verbal en las reuniones. Los asistentes al taller encontraron la forma, en un ambiente de libertad y de confianza, de comunicarse los unos a los otros aquellos obstáculos que encontraban en su contacto diario.

Cuando escuchéis que escribir es una actividad solitaria, recordad: no hay cueva del escritor ni torre de cristal ni retiro. No hay correo, novela o relato que no necesite de un lector. La escritura es siempre —sin excepción— un proceso de grupo.