De la mano de Natalia de Pablo y Marcela Aguirre, las estudiantes del Máster de Narrativa seleccionadas para participar en El Cruce
La semana del 5 al 9 de marzo acudimos a El Cruce, una reunión de escuelas y universidades de escritura creativa en Nueva York. Nuestras alumnas allí presentes, Natalia de Pablo y Marcela Aguirre, han escrito dos bellas crónicas para reflejar la experiencia: allí nos hemos juntado con profesores y estudiantes del Máster de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa, de la Universidad de El Paso y de la New York University. Viajaron junto a nuestro director, Javier Sagarna que también impartió clases en El Cruce.
La primera semana de marzo en la universidad de Nueva York. ¿Qué? Fue lo primero que pensé cuando leí que me habían elegido. Lo segundo fue: ¿yo cruzando el océano por y para escribir? Y lo tercero ya ocurrió en la frontera, delante de la agente que me preguntaba a qué había ido allí, que pensé: a vivir un sueño. Pero como era una respuesta cursi, me limité a decir que a hacer unos talleres de escritura creativa que había organizado la Universidad de Nueva York, representando a la escuela en la que estudiaba un máster en Madrid.
Tras un viaje eterno en el mítico subway neoyorquino, me instalé en el hotel y nos vimos en su recepción Javier, Marcela y yo para, cual equipo olímpico, desfilar por las calles de Manhattan hasta el Washington Square. Allí, en una de las sedes de la universidad, el Espacio de Culturas, conocimos, entre risas, nervios y preguntas de primera cita, a con quien compartiríamos los siguientes días. Gente que venía de Iowa, de El Paso y de Nueva York y que eran de Chile, Colombia, Perú, México o España…
A la mañana siguiente, me lancé a explorar la ciudad. El puente de Brooklyn, Chinatown, Little Italy. Y, por supuesto, sus cafés. Uno, en concreto. En el que detuve mi merodeo turístico para romantizar lo que estaba viviendo sentándome a escribir el manuscrito de mi novela. ¿Cuántas veces en la vida iba a poder hacerme la artista, más o menos, torturada en Nueva York? Tuve una oportunidad y no la desperdicié.
Aquella tarde abrimos con Urayoán Noel. Nos habló de la literatura de los cuerpos en el margen, la literatura de la dis-capacidad y me despertó las ganas de explorar mi escritura desde las barreras del físico. Continuamos la tarde con Javier Sagarna hablando de lo que no se ve; lo que no se cuenta en los textos que nos hablan de algo más y que gracias a su precisión y contención hacen que la historia crezca. Salí con el foco puesto en afilar lo invisible de mis relatos. Y cerramos el día cenando en un coqueto italiano compartiendo anécdotas y disfrutando del alumbramiento de una red de escritores.
El jueves, por la mañana, me empapé del MoMa, de Magritte y de Pollock, para llegar a los talleres de la tarde con la inspiración en llamas. Tuvimos uno con Matías Piñeiro sobre la página en blanco. Un vistazo a su proceso creativo, cargado de personalidad, honestidad y pragmatismo. Terminamos la jornada con Luis Muñoz dialogando sobre qué es un poema. A partir de la lectura de Idea Vilariño, en grupo, indagamos en el peso que tenía lo que nos provocaba y el que tenía la técnica que caracteriza al género en la definición de la poesía.
Para poner la guinda al día, Javier, Marcela y yo fuimos a ver Hadestown, un musical en Broadway. Un retelling de un mito que nos voló la cabeza. Pura gasolina para nuestra ambición como escritoras: contar historias, tan antiguas como el sol, pero encontrando una nueva forma de hacerlo que siga emocionando. Salimos de ahí con tal subidón que Marcela y yo nos desvelamos en pijama, burrito en mano, conociendo las historias de la otra; de la amiga detrás de la compañera, de la escritora detrás de la estudiante que creíamos conocer hasta entonces.
El último día visité el MET. Tras eso, acudí a la conversación en torno al proceso de publicación de estudiantes del Cruce que ya tenían libros en el mercado. Continuamos con un taller sobre influencias con Jennifer Firestone que me resultó refrescante. Por un lado, hablar de la influencia que ejercen nuestros compañeros, y, por otro, reescribir un poema, que cada una elegía, atendiendo a qué resonaba personalmente. En mi caso, con uno de Ana Blandiana, se disparó a escribir la protagonista de mi novela, a través de mí, pero no desde mi yo autora. Fue bonito encontrarme con ella, sin pretenderlo, a través de un poema que, sin saberlo, le hablaba más a ella que a mí.
Terminamos el día haciendo un micro abierto donde compartimos poemas, fragmentos de novelas y, en mi caso, un microrrelato, que me propició el primer premio otorgado por las alumnas a cargo del Cruce.
Finalmente, toda esta aventura culminó como había empezado: entre risas, nervios y preguntas. Pero, esta vez, sobre nuestros contactos para no perdernos la pista. Para volver a cruzarnos en nuevas primaveras, o en algún otoño, en Nueva York, en su universidad, o en Madrid, en mi querida Escuela de Escritores.
Me gané un viaje a Nueva York imaginando, desde la CDMX, cómo sería caminar las calles de allá. Cuando me subí al avión, tenía la ilusión de hacer el mismo ejercicio a la inversa para cerrar el círculo. Quería caminar por Nueva York e imaginar que los taxis amarillos mostaza se transformaban en rosa mexicano, los puestos de pretzels en puestos de tacos y los copos de nieve en jacarandas, tan características del mes de marzo en la CDMX.
Lamento decir que eso no sucedió, no había ni nieve cayendo del cielo, ni pretzels en cada esquina, ni tantos taxis como imaginaba… En su lugar, me recibieron unos tubos anaranjados que expulsaban humo de las alcantarillas, rebanadas de pizza por $1.50 y un evento de escritura creativa repleto de mentes curiosas con quien pasaría los próximos cuatro días…
Me convertí en la pareja ausente de mi microrrelato… Mi novio me escribió una carta en la que describe el espacio negativo que había dejado en el hogar, dijo que se sentó a trabajar en mi escritorio para sentirme cerca. Prometí escribirle de regreso en un tiempo libre, pero no hubo alguno.
En las mañanas visité librerías, compré souvenirs en mercados de pulgas y conocí a Dios en el mirador del Rockefeller Plaza.
Por las tardes, asistí a los talleres que las distintas universidades participantes en El Cruce prepararon para los estudiantes y entre clases, jugué al ajedrez en el Washington Square Park con Cornbread, un chess hustler que tiene más de 25 años sentándose en la mismas mesas todos los días y se gana la vida apostando con los estudiantes de la facultad de Derecho en partidas de ajedrez.
Las noches, cada una era distinta. En la primera me tomé unas copas con Felipe, un estudiante chileno de la NYU quien no solo hizo el esfuerzo de integrar a todos los alumnos de las diferentes universidades, generando un ambiente cálido y ligero, sino que también se tomó el tiempo de compartir conmigo su proyecto de novela y escuchar el mío. Nos recomendamos lecturas que pensamos podían ayudarnos y hablamos de literatura hasta que se nos cerraban los ojos de borrachos.
La noche siguiente, fui con los estudiantes de la Universidad de El Paso y Javier, nuestro querido director de la Escuela de Escritores quien tras un par de rondas nos obsequió y dedicó sus libros, a un bar para jugar a los dardos y al billar hasta las altas horas.
La tercera noche, Natalia (mi compañera del máster y roomie en NYC) y yo, convencimos a Javier que nos acompañara a ver Hadestown en Broadway y después, caminamos por Times Square sufriendo un frío que me hizo jurar que se me caerían las orejas en cualquier momento. También tuve largas conversaciones con Natalia una vez que llegamos al hotel, después de ponernos la pijama y con un burrito de Chipotle entre las manos, platicamos durante horas y sentí una gran fortuna de poder compartir esos días con una compañera como ella, a quien no solo admiro rotundamente como escritora sino también como persona.
Así, los días se fueron volando y cuando por fin me senté en el avión de vuelta a México y saqué mi computadora para responder la carta de mi novio, me sorprendí a mí misma escribiendo mejor el siguiente capítulo de mi novela. Había un hambre para la creación de la cual me había contagiado. Tantas personas artistas, apasionadas por las letras, empapadas por las diferentes universidades, poesía, narrativa, híbridos, la sabiduría de los profesores, la cantidad de perspectivas y los estímulos interminables de la ciudad, todo se había revuelto en una caldera de brujería. Un brebaje de la creación que quería beber y beber y beber para escribir, escribir, escribir…
Me siento tan afortunada por haber sido elegida para esta experiencia. Aprendí que la imaginación es tan poderosa que te puede llevar a cualquier lado y sin darme cuenta, conocí el otro lado de mi microrrelato. Aquel personaje secundario del cual sabemos poco, entendí por qué no responde al recibir un mensaje que dice «Marzo en Nueva York» con una foto de la intersección de la colonia en la CDMX. Cerré el círculo, no como pensaba que lo haría, sino como la historia me lo pidió.
En la colonia Nápoles, Ciudad de México, las calles llevan los nombres de los estados de EE. UU. Dakota, Wisconsin, Oklahoma… Me gusta caminar por Nueva York e imaginar que los taxis color rosa se transforman en amarillo mostaza. Que se multiplican y saturan la calle. Me gusta caminar por Nueva York e imaginar que las jacarandas que el viento tira de los árboles son, en realidad, copos de nieve. Que nos congelan la nariz y se quedan suspendidos en tus pestañas.
Me gusta caminar por Nueva York e imaginar que el puesto de tacos es de hotdogs o de pretzels… Nunca he probado un pretzel, pero me lo imagino salado, caliente y esponjoso. Te imagino dándole una mordida, el vaho de tu boca mezclándose con su vapor… Me gusta caminar por Nueva York e imaginar que estamos juntos. Como si el nombre de la calle doblara al continente y desafiara la muralla que nos divide.
Entonces le tomo una foto al cartel de la intersección: Nueva York, Kansas, y te la mando con un mensaje: «Marzo en Nueva York». Al llegar a la avenida Insurgentes los taxis regresan a su color habitual, me llega un tufo de carne asada y piso las flores moradas en la banqueta.
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