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Escrito por: ALEJANDRO MARCOS
Me encuentro en medio de un proceso de revisión bastante grande que me está haciendo trabajar y modificar mi novela mucho más de lo que estoy acostumbrado cuando escribo normalmente. Ya sabéis lo poco que me gusta revisar y que además uso este blog como mi propio rincón de llorar, así que podéis imaginar que este va a ser una entrada de las de: «He venido a quejarme». Pero que nadie abandone el barco, también es una entrada de autopalmadita en la espalda.
Básicamente, de lo que os quiero hablar es del feedback que recibí de mi novela, de lo enfadado (y luego triste) que estaba y de cómo me encuentro ahora, una vez he dejado de llorar y me he arremangado para ponerme manos a la obra.
Más concretamente, de ese momento de cambio entre el enfado y el ponerme a trabajar. Esos dos pasitos hacia atrás que tuve que dar antes de ponerme a mejorar mi novela.
En el momento de recibir el feedback, la primera emoción que sentí fue la de decepción y el enfado. Esto pasó, evidentemente, porque la persona que me lo envió es una persona de la que me fio mucho y cuyo criterio siempre tengo en cuenta. Además, el proyecto al que se refirió el feedback es el de una novela que llevo escribiendo cinco años (que se dice pronto).
No es que se tratara de una devolución muy negativa o destructiva, pero sus consejos implicaban cambiar muchas cosas de la novela y, sobre todo, eliminar algunas tramas y personajes. Sonamos.
Lo primero que pensé fue que no se había leído bien mi novela, que no entendía lo importante que era cada palabra para la historia y para el texto y lo medidas que estaban todas las tramas. Pensé que me había leído con desinterés y sin prestarme atención, que lo único que quería era que simplificara la novela para volverla más fácil.
Por suerte, como me conozco, me di un par de días para procesar la crítica. Después de todo, era totalmente libre de hacerle o no hacerle caso. Si de verdad pensaba que no tenía razón o que me había leído con desgana, no tenía más que seguir con mi vida y no tocar el texto. Pero sabía que, si me había picado tanto, era porque algo había. Recuerdo que en una de mis novelas me criticaron el hecho de que había pocos personajes heterosexuales y ese comentario no me ocupó más de cinco segundos entre que lo asumí y lo deseché. Ahora había algo más.
Y fue ahí cuando pasé a la segunda fase: la tristeza. Si me molestaba era porque la persona tenía razón, una vez más, y su criterio había visto algo que mi propia revisión no. Puerta abierta para el síndrome del impostor y la tristeza. Si ha visto esos fallos y hay que hacer tantos cambios, es que tu novela no vale, tu escritura no sirve, no eres bueno. Quizás no merezca la pena el esfuerzo de mejorarla y te haya hecho esos comentarios para decirte suavemente que lo mejor es que abandones la historia (y, quizás, la escritura).
Pero, de nuevo, como me conozco y conozco a esa persona, sabía que no era así. Y fue entonces cuando di dos pasos hacia atrás para observar todo con perspectiva. En ocasiones os he hablado de lo importante que es dejar reposar los textos para poder verlos con otros ojos distintos y que sean ajenos a la historia. Eso era precisamente lo que yo necesitaba.
No solo en el momento de recibir el feedback, sino antes. Una de las cosas malas de llevar cinco años trabajando en un proyecto es la incapacidad de desvincularse del mismo y verlo de manera objetiva. Este proyecto se ha modificado tanto, ha cambiado, evolucionado y mejorado tanto, que no era capaz de ver qué era lo que le faltaba para estar terminada. Había veces, incluso, que, si no lo revisaba, era imposible saber si tal o cual escena se había quedado en la última revisión o se había ido fuera. Y esa visión me la dio el feedback que tanto me había escocido.
Así que hice lo que tenía que hacer, separar ese texto de mí mismo y del esfuerzo invertido y verlo como un texto sin más. Me di unos días de aire y después me pregunté: ¿Qué le hubieras dicho tú a un alumno? La respuesta, como podéis imaginar, se parece mucho a lo que me habían dicho a mí.
Usé ese hilo para armar una revisión y poder discernir con claridad y algo más de objetividad qué era aquello que quería hacer en la novela y aquello a lo que no estaba dispuesto a renunciar. Porque tampoco se trataba de aceptarlo todo al cien por cien porque sí, necesitaba un criterio y una lucidez que me ayudara a poder evaluar criterios. No a rechazarlo todo por enfado ni a aceptarlo todo por tristeza.
Y con esto no estoy diciendo que haya que aspirar a tener esa claridad de mente desde el comienzo. Pasar por el enfado y la tristeza me ayudó a saber qué relación guardaba con mi proyecto y cuánto de mí mismo o de mi propia valoración personal había puesto en él. Evidentemente, más de la adecuada.
Esa implicación, sobre todo la implicación emocional, me ha ayudado mucho para no desvincularme del proyecto y hacer con él cosas que no sabía que podía y sabía hacer en la escritura, pero me estaba perjudicando a la hora de darle un cierre.
Al final, cuando di los dos pasos hacia atrás, pude usar esa implicación para arremangarme y ponerme con los cambios. ¿Cómo iba a dejar un proyecto a medias después de haberle dedicado tanto tiempo y viendo que el resultado ya merece la pena? No podía hacerme eso por soberbia o por vagancia.
Todo el proceso me ha servido para encarar esta última revisión con fuerza y entusiasmo y estoy seguro de que el Alejandro del futuro dirá «menos mal» cuando vea el proceso terminado. Duele (y hay que dejar que duela), pero merece la pena.
Coordina los departamentos de Formación, Calidad y Relaciones Internacionales. Además, junto a Chiki Fabregat, se encarga de la Capacitación Docente en Escritura Creartiva. Imparte cursos de escritura desde 2012, es profesor, junto a Javier Sagarna, de la asignatura de Proyectos del Máster de Narrativa. Escribe acerca de narrativa en el blog de la Escuela y codirige, con Lara Coto, nuestro podcast. Desde 2019 trabaja como Project Manager en el proyecto CELA.
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