Diario escrito por: Jesús Pérez Saiz
Desde la Scuola Holden de Italia (Turín)
Durante el #IntercambioEdEHolden
Del 11 al 14 de abril de 2016
A Dave Wallace, ¿a quién si no?
La Scuola Holden es un cuento y Turín también. Hablaré de ello, pero antes, los ojos. No voy a mencionarlos todos. No los de ella, no ha llegado aún, pero sí el Turin Eye, un globo aerostático que se eleva ciento cincuenta metros sobre la ciudad. Y sí los de Leonardo. Los de su autorretrato.
El Eye es una atracción turística a las puertas de la Holden —ya saben que la fundó Alessandro Baricco, y que es una maravilla, y que además…— y lo he visto nada más llegar, a veinticinco metros de la puerta de entrada. Me he tenido que identificar porque hay un guardia de seguridad. Le he dicho mi nombre y que iba a dar un taller sobre DFW. Después, en la espera, me he girado hacia el globo y me he visto viéndome verme desde allí arriba, como si pudiera desdoblarme y pensar a la vez en qué pensaría mi doble turista contemplando a mi doble profesor contemplando el ojo desde el centro del patio de armas de la Scuola. E incluso he llegado a pensar en qué pensaría un tercer yo que pensara que pensar…
He pasado cuatro días en la Scuola Holden, en su sede del Borgo Doro —un ex arsenal-cuartel militar—, y he tenido la sensación de estar en una isla en la que había un gigante invisible. Una isla aparentemente tranquila, por otro lado, más allá de prisas ocasionales, pero con mucha vida. Mucha creatividad bajo la superficie. Mucho talento.
Martino, Lucia y compañía.
Mattia.
Alumnos brillantes: Lou, Patricia, Santiago, Tatiana, Juan Pablo.
Fede.
He leído palabras en inglés —Transmedia, Crossmedia, New Media—, alguna en italiano —Racconto, Romanzo— y he echado de menos una que dijera BAR. Así, en mayúsculas. ¿Qué daño puede hacer una cervecita tras cuatro horas con Wittgenstein o Norman Bombardini, ese personaje que en La Broma Infinita planea crecer hasta un tamaño infinito?
Norman, “nadie puede crecer hasta un tamaño infinito”.
“¿Lo ha intentado alguien?”
Al principio del curso he tenido que intuir la presencia de los alumnos tras sus ordenadores portátiles y he visto en la cubierta de uno de ellos esta pegatina: Polizei Y Nazis. He pensado una vez qué hago yo aquí y luego lo he vuelto a pensar tres veces más. Siempre con sensación de vértigo. Como si te resbalaras desde un sitio muy alto.
¿Qué hago, Dave?
Haz lo que tengas que hacer —Imperativo Categórico—. Toma notas y escribe. Y mejora. Te lo agradecerán.
Al final creo que sí. Que lo agradecieron. Vi sus caras.
Durante cuatro días he tomado notas y durante los tres siguientes de mi estancia allí bastante he tenido con perseguir a mis hijos por gelaterias turinesas. Ahora, las preguntas: ¿Es bueno que haya tantas? ¿Tantos sabores distintos? ¿Tan ricos?
¿Alguna vez te has sentido como el amigo sonriente al que nadie invita a su casa?
¡Holaaa!
Miedos. Los de un personaje de «Hacia el Oeste…»: «Que me muera y vaya al cielo y cuando llegue deje de ser el cielo porque yo he llegado.» Otro: «Que exista Dios.»
El primer miedo es Kafka, pero estos listados wallacianos son Whitman. Con otro tono, claro. Y otra finalidad:
He oído a americanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si el tiro al plato tiene lugar al aire libre, si la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el Buffet de Medianoche.
He visto a quinientos americanos pijos bailar el Electric Slide.
(“Algo supuestamente divertido que no volverá a hacer”, David Foster Wallace)
Volveré al Electric Slide.
He tomado la mejor salsa al pesto de mi vida en un restaurante modesto de la vía Borgo Doro. Complimenti, signora Ferraro. Usted me ha hecho sentir bien. Con la comida y con su trato. Me ha dicho gentile en un momento en el que cualquier palabra amable es algo más que una palabra amable.
Me gusta enfrentarme a veces a la sensación de fracaso. Me gusta lo que eso despierta. Los cuentos que saca, la vida es sueño, don Quijote…
Los puntos suspensivos en un texto pueden indicar que lo que sigue se sobreentiende. En este caso, no. En este caso lo que indican es que me he quedado dormido. Y lo he hecho en una habitación que tiene dos cuadros grandes, una escalera de pared que no sube a ningún sitio y una lámpara original que ya ni recuerdo. Otro detalle: la cortina de la ducha cubre solo tres cuartas partes del plato. ¿Por qué?
A la Sábana Santa en Italia la llaman Sindone y significa mortaja. ¿Sigo?
Turín es un cuento y ahora me parece presuntuoso llegar a una ciudad como esta para enseñar —a través de Wallace o de quien sea— eso de que l’uomo s’eterna. La finalidad de toda enseñanza. De todo arte, ¿verdad? ¿Verdad?
Empiezo otra vez: Turín tiene mucho cuento. Más que Burgos. Y no es solo la Scuola Holden —del bueno—, aunque también. Ni la Sábana Santa.
He bailado —con gorro, botas y cinturón charro— el Electric Slide delante de mis alumnos para que dejaran de mirar lo que fuera que estuviesen mirando en sus ordenadores. Es un baile chulo, lo recomiendo, y no se tarda mucho en aprender si uno sigue las instrucciones, practica un poco y deja el sentido del ridículo metido en una patata, pero lo importante no es que lo haya bailado, sino que me he preguntado, antes de dormir, si algún día tendré que desnudarme para que me presten atención.
También me he preguntado si lo haría —lo de desnudarme—, y sí, claro que lo haría. Y me haría un mortal desde lo alto del armario con un calzoncillo en la cabeza. […] Incluso comería guisantes. Dos veces. Porque el problema para mí es dar con algo que no haría por mis alumnos Bajo Ninguna Circunstancia. No sé, no sé.
He escuchado a Stephen Amidon hablar de Dave Wallace, Quentin Tarantino y Jon Franzen. Dave es quizá el único gran escritor de mi generación, ha dicho. De Tarantino… Bueno, ¿qué más da?
Me ha parecido un buen tipo. Amidon. Que estudiéis Transmedia, les ha dicho a la buena gente de la Holden. Que en las series hay mucho talento. Que yo he aprendido más de Tim Hardrove —guionista de Colombo— que de ninguno. Sobre escritura. Se entiende. Estructura. Dosificar la información. Crear personajes. Estilo…
Stephen, ¿qué autores modernos nos recomendarías?
Balzac.
…
Jajá.
He viajado a la región de Le Langhe con los alumnos de la Holden y he visto el Gran Paradiso nevado.
Me ha parecido hermoso.
He visto el Monviso, también nevado, y también me ha parecido hermoso.
He visto toda la cadena de los Alpes que se contempla hacia el norte de Turín y sí, me he vuelto a decir que todo ello es hermoso. Porque nuestro viaje ha sido hacia el sur, hacia Pollenzo, pero he tenido la sensación de que todo lo que pasa por allí tiene que ver con esas montañas: el agua —el Po—, la riqueza de la tierra, su negrura, esa sensación de que plantas una zapatilla y te crece un repollo, una coliflor o una mazorca de maíz. Y avellanos —un montón—, y viñedos, claro, en unas colinas suaves y cálidas de mujer. Eso sí, la densidad de población aburre.
Cuarenta y cinco minutos de viaje y hemos llegado a Pollenzo, a la Universidad gastronómica, emblema del Slow Food. Los alumnos y yo. Y Mattia, que es italiano aunque no parece italiano.
Soy de Trento, me ha dicho, y yo le he preguntado por Joyce y por Svevo, aunque Trento no es Trieste. Y luego por los postmodernistas —le gustan mucho—, por Barth y DeLillo, por Pynchon, Coover y Gaddis. Los ha leído a todos.
¿Los entiendes?
¿Qué?
La universidad es un antiguo palacio de caza. Tiene un patio más grande que el estadio de los Yankees —igual no tanto—, caballerizas, bodegas…, esas cosas que tenían los reyes. Algo bonito, en cualquier caso. E impresiona. Patrimonio de la Unesco, dicen. Guau. Y encima hace sol. Y el patio está lleno de hierba. Y he observado que de la cabeza de mis alumnos salen bocadillos de pensamiento con frases como qué coño hago yo en Turín y por qué nadie me habló de Pollenzo. De Bra. Del Slow Food, Slow Life.
No les he dicho nada porque en el fondo todos nos pasamos la vida equivocándonos, pero también he pensado en que una cosa es lo que se vende y otra la realidad. Publicidad vs Verdad. No hay más que leer a Wallace para darse cuenta. Algo supuestamente divertido… y otros escritos. Nos mienten, sí. Impunemente. Nos engañan. Y al final no es fácil filtrar elementos, cromatografiar el conjunto para separar las sustancias disueltas: esto es cuento, esto no lo es, «buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio».
He visto al director de la universidad, señor Grimaldi, y me ha parecido listo. Nos ha dicho que es antropólogo y el protagonista de la novela que acabo de leer también lo es. «De Turín es el famoso sudario, el que muestra el cuerpo de Cristo de cara tras la crucifixión: manos cruzadas sobre los genitales, ojos cerrados, cabeza coronada de espinas.» Así habla él en la novela. Un tipo al que contratan para que trame cuentos. El objetivo es que las empresas clientes que utilicen sus cuentos vendan más. El mundo al alcance de un click. ¿No es maravilloso? Únete a nosotros y llega a un millón de amigos. ¿A un millón? Energía verde. ¿Te suena? Cling, cling, cling.
Lo que nos ha contado Grimaldi es fascinante, hay que reconocerlo. Él es fascinante. Su vida. Descubrir los ritos de las fiestas, sus mitos, la comida como cultura. Es todo un modelo narrativo, nos ha dicho, y nos ha mostrado «El verano», de Brueghel el Viejo —el cuadro está en el Metropolitano de Nueva York, aunque se exhibe con el título de la cosecha; o los cosechadores—. No voy a describir el cuadro, solo lo que el profesor Grimaldi nos ha dicho. Lo de que los agricultores araban la tierra y metían el grano dentro. Que el arado hería la tierra y que ellos eran conscientes de esta herida porque su mundo era animista. Ese animismo ha estado con nosotros hasta hace poco. Eso ha dicho. Que él lo ha vivido. Que hasta los años cincuenta ha pervivido. Un componente mítico en nuestra actividad con el entorno que en dos generaciones se ha perdido. ¿Por qué creemos que para cosechar utilizaban una hoz? Cosechar era un gesto de muerte y de ahí el cuento: para superar el drama, el agricultor inventaba una narrativa. Convertir el grano en vegetal. Transformarlo. Comerlo y honrar a Dios con él. Como en un altar. Y la última espiga de la cosecha se coge, se hace un adorno con ella y se lleva a casa. A venerarla. Y allí permanece hasta el año siguiente.
En «La boda Campesina», también de Brueghel, aparecen dos gavillas de paja cruzadas sobre una pared. La paja para honrar a la vida. La vida y la muerte. Y la nueva vida que surge de la unión.
Debajo de esas gavillas Brueghel se autorretrata confesándose. ¿Por qué? ¿Por el daño? ¿Porque vivir implica matar y hay que inventar algo que nos permita soportar el daño que hacemos? ¿Voy encaminado, Grimaldi?
Don DeLillo habla de Brueghel en Submundo, de «El triunfo de la muerte», y Grimaldi nos apremia: «Tenemos que recuperar el alfabeto de una narración cuya sintaxis conocían ya nuestros ancianos».
Otra confesión: «existe una señora en la montaña a la que llevo más de veinte años entrevistando. Me gustaría escribir un libro sobre las cosas que me ha contado, pero es demasiado hermoso.» (Grimaldi se apoya en la mesa, toca con los dedos índice y corazón por debajo de la tabla y agacha la cabeza).
He pensado en el lema del Slow Food, «bueno, limpio y justo» —«good, clean and fair«— y me ha parecido eficaz, pero también comercial, un anuncio como los de Steelriter en «Hacia el Oeste» más que una narrativa, publicidad vs verdad. O quizá sea las dos cosas y el problema está en cómo conjugarlas. Porque si está claro que todos necesitamos un cuento, la cuestión es elegir —Wallace…, Kierkeegard…— qué cuento representa mejor el mundo en el que queremos vivir, «buscar y saber reconocer» qué no es falso —o está podrido por el dinero—, «y hacer que dure». «Dejarle espacio». Quedarnos con lo que nos permita respirar mejor. Crecer. Eternizarnos. Porque está claro que si tenemos que adorar algo —y todos adoramos algo, ¿verdad, Dave?—, que sea eso que nos hace mejores, ¿no? Un poco más listos, más sabios, más humanos. Que nos abra Delfos y aliente la llama.
He estado en Fontanafredda, una bodega del siglo xix, preciosa y acogedora. Merece la pena visitarla, aunque su mejor vino, el Barolo, lo hagan con cepas de veinte o veinticinco años pudiéndolo hacer con otras centenarias. La producción sería menor, claro, y el trabajo mayor, y habría que cobrar más, pero Italia vende bien el lujo, ¿no? ¿No?
Y ya que estamos con cuentos, ¿qué te parece un sitio en el que te ofrezcan un “bosque de los pensamientos”, Bosco dei Pensieri, doce pasos en los que te puedes sentar a leer citas célebres de escritores?
He tomado uno, dos, tres, creo que hasta diecisiete, vermús en la Farmacia del Cambio y he disfrutado —mucho— cada uno de ellos. Me los ha servido Marco, impecable, correctísimo y amable, y me ha instruido sobre el mundo vermú, vermouth, como dice él, la bebida que Antonio Benedetto Carpano creó allí en 1786. He visto el palacio Carignano a través del cristal de un vaso, su ladrillo rojo, sus redondeces, y he tenido la sensación de que, tras construirlo, los albañiles turineses, artesanos, soplaron de dentro afuera para hacerlo más femenino.
A me piace il vermouth Antica Formula e secondo me il Cocchi, il Vertu e il Carpano sono anche…
El sudor del cristal al contraste con el hielo, la mano fresca que sostiene el vaso, el olor a vino añejo, casi dulce, del vermú, el sabor sutil que le da la naranja y la sensación de que en ese momento no hay nada más. Nada. Ni siquiera tomar notas, aunque me han dado ganas de escribir sobre el sol, el aire y la quietud de ese atardecer piamontés «bajo la vasta y lapislázuli cúpula del cielo».
Me han hablado de Experienze, un programa de la Holden para llevar a los alumnos a conocer otros mundos y me ha gustado. Me he imaginado a mi grupo en un submarino, un manicomio —¿existen todavía?— y un matadero. Perdonadme, chicos.
He visto andar a un camarero como una bailarina, he oído a una chica decir que con veintisiete años y sin trabajo no puede elegir —Che cazzo fai?— y he presenciado, de principio a fin, la discusión de una pareja frente a mí. Ha sido una discusión bastante civilizada, pero me ha desagradado ver cómo él ha movido su mano izquierda. Me ha resultado agresivo frente a la mesura de ella, que solo ha girado la cabeza hacia el lado opuesto del tipo, alejándose psicológicamente de él, de lo que fuese que le ha decepcionado.
He hablado, en un laboratorio sensorial, de catas olfativas con una chica danesa. Me ha dicho que si el queso parmesano y que si el grana-padana y yo casi le he dicho que si el «Señor Blandito», aunque al final me ha distraído una chica de la escuela de cocina con dos cerezas tatuadas muy cerquita de la oreja. Por las cerezas. Por darles un mordisco. Y olerlas. Porque le brillaba la piel por el calor y el trajín del trabajo en cocina y a mí ese punto de sudoración me parece que es descabelladamente erótico. Lo mismo que la cebolla que han pasado por aceite hirviendo al fondo de la perola. Por el sabor. Porque me encantan los olores naturales. Y la acción. Hacer cosas con las manos. Que la piel se mezcle con todo.
He visto a un hombre enamorado de Brueghel el Viejo. Y de la belleza. Y aunque sé que ya he hablado de él, lo menciono de nuevo porque en el mundo hay cosas que no se deben olvidar.
En Turín, a lo largo de la vía Po, en su margen izquierda, hay un montón de puestos de venta de libros de segunda mano en los que nadie compra. Lo he observado, aunque conocía el fenómeno. El de los libros. Su carácter minoritario. Lo he fotografiado, incluso, y uno de los libreros me ha mirado mal. Quizá merecidamente.
He visto cerca de la vía Po, camino de la Molle Antonelliana, caballerizas okupadas y soportales de ocho metros de altura en los que alguien ha colgado una silla de madera y la ha pintado de amarillo. Y unas botas de cuero. Y una cafetera. También de amarillo. Porque las caballerizas están en la trasera de la comandancia de policía y vete tú a saber. Aunque hay que decir que okupas y policías conviven sin problemas aparentes. Igual que en la ciudad, más allá de Plaza de la República, conviven una parte italiana y otra africana. Y un Ojo que todo lo ve.
Más acá de esa plaza, hay que decir que al atardecer sacan un montón de callejuelas y placitas con un aire la mar de parisino. Con terrazas para tomar un barolo. O un barbaresco. O un carpano. Te sientas y pruebas. Vino al calice. Siempre con algo de picar. Y a disfrutar. Con la gente. Con los que se sientan cerca y hablan. Con los contentos y los no tanto porque, cazzo, no pueden elegir —no sabes cuánto lo siento—. Con la gente que entra en restaurantes pequeñitos y el olor a pasta que sale de ellos; o a lo que sea. Reconforta. La comida. El olor. Cerezas. Piel. Hay cosas sin las que sería imposible vivir.
He sentido la energía de la Scuola Holden. Que es la de Turín. Que es la de Italia. La he experimentado en callejitas estrechas. Bajo edificios que se descascarillan. Pequeños comercios. Oficinas. Aunque no entre nadie, siempre todo bien puesto. Decoroso. Elegante. La fruta de Porta Palazzo. El mercado al aire libre más grande de Italia. Mercato dei contadini y mercado de ropa y calzado. Gente que ha llegado de otros países y ahí está. Currando.
Se siente la energía, ya lo he dicho, y a mí la energía, en ese momento, me ha hecho pensar en el gigante de la Holden y en los ojos de Leonardo da Vinci no lejos de allí. No lejos de donde está la Sábana esa, de la catedral, situada en el quartiere romano para brillar más. Para empequeñecerlo, en realidad, ocultando casi las pocas ruinas romanas que quedan en Turín. La Iglesia que se alza sobre las ruinas de Roma.
He pensado en la propuesta de destruir la catedral de Córdoba. Dejar solo la mezquita. La belleza de sus proporciones. Su singularidad. Que nada la estorbe. No es un argumento ni religioso ni político. Solo artístico. Mostrar lo extraordinario. Legalizar la magia, ¿verdad, Fede?
Tengo que reconocer que he ido a ver la Sábana Santa, la Sindone, y me he arrepentido. Quizá lo único que merece la pena de la visita es el cuento que allí se cuenta. El vídeo que muestra el cuerpo de Jesús envuelto en ese sudario. Que muestra cómo las marcas de sus heridas —las espinas, la lanza, los clavos…— se han quedado impregnadas en la tela como en el negativo de una fotografía. Así se puede ver la efigie de Jesús, su rostro, que es la parte que se expone en una capilla de la catedral. Aunque todos sabemos que lo que vemos es una copia del sudario, que el original se conserva en otro sitio. Y también sabemos que el sudario, incluso el original, la Sindone que ellos veneran como auténtica, no puede haber envuelto el cuerpo de cristo porque es una tela del siglo XIII. O del XIV. Que así lo determinó la prueba del carbono-14 que la Iglesia permitió en 1988. Pero qué más da. Como dice el vídeo, y la cita es textual, la Sindone es un «testigo del amor infinito de nuestro redentor y una provocación a la inteligencia».
Colorín, colorado.
He visto una iglesia de planta octogonal —San Lorenzo— y me ha gustado. He visto a un chico llevar unas bermudas muy feas, sin ser consciente de ello, y he visto la Piazza Castello tomada por los carabinieri. Y vehículos blindados. Para proteger a unos políticos de tal y cual. Me he fijado en los carabineros porque llevan chalecos antibalas y metralletas, pero sobre todo porque están relajados. Bromean. Miran a la gente y su mirada No Da Miedo.
He visto mucha gente limpiando las calles y me ha parecido raro. También he visto golondrinas y he estado en Eataly. He comido allí y me ha parecido un cuento. Aunque lo haya creado la gente del Slow Food para ensalzar lo «bueno, limpio y justo». No es más que una cadena de supermercados-restaurante. Otra más. Del tipo hamburguesa+pizza+cola que conocemos. Bueno, con mejor cara, ropa más elegante y eso. Pero al final igual de bovino. Y de tontino. La misma filosofía que me ha hecho pensar en la T4 del aeropuerto ASMB, en la zona Techos Bajos/No Ventanas/Pasillo/Luces Demasiado Blancas/Ruido que equivalen a 1. Claustrofobia, 2. Ansiedad, 3. Infierno, un pasaje estrechado por un buen número de comercios para que mastiques tu propia ansiedad y sucumbas ante cualquier estímulo que te haga olvidarte de lo Vulnerable/Débil/Mierda que eres: una hamburguesa maxi, un teléfono móvil súper-súper o un tanga rosa para los momentos más más.
¿No debería estar prohibido? ¿Provocar ansiedad en la gente? ¿Condicionarla así? ¿No deberían los Gobiernos proteger un poco más a la gente? ¿A quién coño representan?
«Eataly» NO «is Italy», créeme; un Gin&It, sí, un combinado que lleva cincuenta por ciento de ginebra y cincuenta de vermú dulce y que está que pa’ qué. Le he dicho a Marco que me rebajara un poco la ginebra, por favor, y lo he probado. Luego me ha ofrecido un Negroni y ya no le he dicho nada. Que obre la magia, me he dicho, aunque he visto a los carabinieri consultando el teléfono —la mamma, con el guasap, que cuándo vienes a cenar, hijo— y se me ha caído encima la nostalgia. El cielo entero de Turín; Ojo incluido. Imaginar a B con una patata frita extra grande de color verde. A P corretear por las redondeces de la plaza Carignano como Gulliver por Lilliput. Sintiéndose así de grande. Esa locura. Impresionado quizá por la policía. Las armas. Su poder. La virilidad tan presente en Italia incluso en una plaza tan femenina. Verdi. El de Rigoletto. O Leonardo.
Tenemos que ver su autorretrato, le he dicho a M como si estuviese a mi lado. Con un vermú. Afectada por el alcohol. Diciendo ¿qué? con unos ojillos capaces de detener el tiempo. Como en aquella serie en la que una mujer movía la nariz y el universo se detenía. O se tocaba los dedos y el imitador de Charlot se quedaba estático. Con el bastón hacia arriba. Una pompa de jabón gigante a dos centímetros de los dedos de un niño. Marco, con la botella de vermú inclinada hacia el vaso, y la chica que le vuelve la cabeza al tipo que la ha decepcionado. Quedarse así para siempre. Hasta que el tipo comprenda lo que significa decepcionar a una mujer. Lo miserable que es que busques excusas, tío.
He ido a un restaurante de cocina piamontesa y he escuchado una voz a medio camino entre la del Brando de El Padrino y Darth Vader. La de un hombre mayor, setenta, pon —aunque podría tener más—, bajo, y algo cheposo que hace reír a un grupo de diez personas de las que ocho son mujeres, siete llevan pendientes de oro y seis tienen más de ochenta años; una, noventa, la que dice no hablemos de edad. El hombre tiene perilla de mosquetero y yo no he descartado que fuese Porthos, aunque a lo que he ido allí ha sido a comer. Carne —la pasta me satura—, un plato típico a uno de los, según las guías, según su propia web, mejores restaurantes de Turín. He estado a punto de no entrar —demasiado lujo—, pero en fin, probar no podía hacerme ningún mal.
Error: el bollito misto —carne hervida— no me ha sabido a nada. Ha sido como meterse una tuerca en la boca. Chaplin lo hubiese disfrutado; yo he dejado la mitad. Imposible más. Ni siquiera el caldo. Así que cuando el camarero me ha preguntado qué tal, yo le he dicho mal, majo, mal. No sabe a nada y no solo es que no sepa a nada sino que es que me parece impropio de un restaurante como este.
Se lo he soltado tal cual, educadamente —creo—, pero tal cual. Después el hombre me ha sacado un plato de guancia di vitello brasata al vino nebbiolo —el otro típico de su cocina— y mal también. Una carrillera insuficientemente sabrosa y con un punto a quemado.
¿Y el zabaione?
No, por favor, no quiero más, le he dicho. Ya sé que me has visto tomando notas en una libreta, pero no escribo guías y no pienso publicar el nombre de este restaurante, aunque lo merece. Por malo. Porque la imagen que vendéis en la web es falsa. Deberían castigaros por publicidad desproporcionalmente engañosa. Condenaros a un aula de cocina y a dar de comer gratis a todos los que nos hemos ido sin ganas de volver la vista; ni siquiera para que os queméis en el infierno.
He visto dos Torinos, uno africano, magrebí, y otro europeo, saboyano, francés, en parte, y quizá un poco español también, aunque por supuesto italiano. Me ha gustado que las dos partes convivieran, que a los que hayan venido de otros países se les viera a gusto por allí, su vida, sus comercios… Esas cosas.
De Italia, su creatividad. La belleza. El sentido estético en un cuadro vuelto del revés y en una bicicleta sin ruedas. Están en cualquier lugar. Los detalles. No importa que vayas por calles sucias y oscuras. Los ves. Detrás de una ventanita que da a la calle. Una luz que no solo irradia luz.
He estado a punto de preguntar por qué la cortina de la ducha ocupa solo tres cuartas partes del plato, pero no me he atrevido porque en recepción he visto al camarero-bailarín. Y es un tipo correcto, pero no gentil. Parece que sigue ahí arriba. En el escenario. Algo tenso. Como con algo picante metido en el culo. Un hueso de melocotón. O de aguacate. No demasiado grande, pero lo suficiente para que el hombre no esté tranquilo. Por eso le he dicho que si me podía sentar a cenar. Que los papardelle con melanzana, por mí, perfectos. Que si puedo tomar queso después. Y que me abra una botella de vino, claro, que mañana es mi último día de trabajo y suena Sultans of swing.
Y a tomar notas porque justo en la entrada hay un cartel que dice L’artista é presente y eso me gusta. Y también que haya lápices más altos que yo junto a las ventanas. Uno azul. Uno rojo. Uno no sé. El texto de Alla sera, de Ugo Foscolo —Vagar mi fai co’ miei pensier…—, en un cuadro. Una novela titulada Storia Di O y otra Choisie par le Lord. Y campanas. He escuchado campanas mientras cenaba. De iglesia, me refiero.
He ido a la Biblioteca Real sin saber que no se puede ver el autorretrato de Leonardo. Que está en una cámara acorazada. Aislado de la luz natural y a una temperatura y humedad constante.
Tiene quinientos años, me ha dicho un señor, un dibujo con tinta roja en papel normal. Es un milagro que aún exista, ha dicho, y yo he pensado que su existencia es un milagro.
¿Puedo pasar de todos modos?
Sí, claro.
Lo he hecho y he visto una biblioteca preciosa. Con forma de vagón de tren. Abovedada. Techos para gigantes. Ventanas al jardín. He visto a cuatro o cinco estudiantes. He recorrido su espacio para curiosear y he vuelto a la entrada. A la pantalla en la que se pueden consultar los dos libros que la Biblioteca guarda de Leonardo: Disegni y el Codice sul volo degli uccelli. Uno puede pasar las páginas de esos libros en la pantalla, con el dedo, como si fuese papel. He visto así un ritratto di fanciula que recuerda a otros, de Florencia, quizá, y un studio di testa virile que igual se basa en César Borgia. Aunque igual no. Y luego el autorretrato, claro. De persona mayor. Líneas rojas. Pelo largo. Barba. Arrugas en la frente y en los ojos. Esas cejas que entierran la mirada.
En algún lugar he escrito que es una mirada de avispas, Leonardo, y ahora no sé por qué. Aunque su profundidad me cubre. La de la mirada. Me hace pensar en un túnel. También en la sala de anatomía que hay en Bolonia. Una sala redonda con gradas hacia abajo donde el forense explica lo que es el cuerpo humano. Lo que no es. Lo que se sabe y lo que no se sabe. Aunque se quiere saber. Porque eso hay en tu mirada, ¿no, Leonardo?
He estado más de una hora allí de pie, mirando a Leonardo mirar, y he tenido la sensación de que es mirada de hombre viejo. Que aprecia la vida en lo más insignificante. Sus detalles pequeños. La hermosura de sus trazos. De sus mecanismos. El misterio de las cosas. Sus secretos. Esa llama, Leonardo. Esa forma de contar.
Gracias, Scuola Holden.
Este viaje ha sido subvencionado por los programas de movilidad de Erasmus+, agradecemos a la SEPIE la oportunidad que nos prestan de poder participar de una manera activa en un programa de formación europeo entre nuestros profesores. También agradecemos a la EACWP la gran oportunidad que nos brinda de cara al intercambio con otras escuelas europeas.
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