Lee la conversación completa con Jonathan Franzen en la apertura del XIII Máster de Narrativa
La XIII Promoción el Máster de Narrativa no pudo tener mejor padrino: Jonathan Franzen, al que muchos consideran como el autor norteamericano vivo más importante de nuestro tiempo, conversó con nuestro compañero Rubén Abella y con los alumnos del Máster sobre su forma de entender la literatura y la escritura de ficción.
Franzen revolucionó el panorama literario en 2001 con la publicación de Las correcciones. La novela que narra las peripecias de una familia desestructurada, los Lambert, se convirtió en un bestseller internacional que vendió cerca de tres millones de ejemplares, se llevó el Premio Nacional del Libro de aquel año, se tradujo a 40 idiomas y deslumbró como el fenómeno editorial de la década.
En 2010 llegaría Libertad, interpretada por la crítica como la gran novela de la era Obama. En ese momento su retrato aparecía en la portada de la revista Time y el diario The New York Times le bendecía con el título de Gran Novelista Americano.
En 2015 publica Pureza, que también se convirtió en bestseller, aunque en esta ocasión la recepción de la crítica fue más tibia. Hoy, 21 de octubre, la editorial Salamandra publica en España su última novela, Encrucijadas, la primera entrega de una trilogía que se hunde en los abismos de la sociedad estadounidense contemporánea y en la que, ahora sí, la crítica vuelve a coincidir en que supone el regreso del mejor Jonathan Franzen.
A continuación podéis leer una transcripción de la charla que mantuvimos con Jonathan Franzen. Como veréis, se trata de una conversación centrada en la creación literaria y que esperemos que todos los escritores que os acerquéis a esta página disfrutéis tanto como lo hicimos nosotros.
PREGUNTA. Hace casi dos décadas David Foster Wallace y tú decidisteis que el objetivo de la escritura era crear «un terreno neutral en el que poder establecer una conexión profunda con otro ser humano». También «decidisteis poneros de acuerdo» en que la ficción narrativa es «una forma de escapar de la soledad». ¿Crees aún que eso es cierto, que la escritura y la ficción os ayudan a no estar solos?
Es difícil reconstruir del todo mi conversación con David. Hubo un período en 1990 en el que trabajamos juntos para encontrar el lugar de la literatura en el mundo. A mí se me ocurrió la idea de que cumplía una función social, que la ficción incluso podía ser una fuerza para mejorar el mundo, pero luego me di cuenta de que aquello, en realidad, no era así. Entonces busqué un modelo nuevo. David, por su parte, siempre había sido una persona muy aislada; no en el plano social, sino en su parte más íntima, por lo que decidí probar con una fórmula que también tuviera sentido para él.
Hoy en día, tengo un concepto un poco diferente: creo que a los lectores y a los escritores hay que verlos como parte de una comunidad (una comunidad extraña, pues incluye a personas que han estado muertas desde hace cientos de años). Así que si escribo, no es solo para mi disfrute personal, sino para contribuir a esta comunidad, a estas personas que buscan un cierto tipo de libro, que podría describir como un libro sin clichés (mi definición personal de lo que es la ficción literaria). Escribir algo nuevo. No se trata de tener una utilidad social, ni de cambiar al mundo, pero sí de aportar algo a las personas que me interesan. Por lo tanto, sí, diría que mi opinión sigue siendo similar a la de hace dos décadas, aunque un poco diferente.
«La literatura versa, precisamente, sobre todo lo que escondemos detrás de esa versión pública de nosotros mismos»
Entre tus ensayos hay uno especialmente fascinante sobre la auto-ficción. En él afirmas que «ciertos jóvenes escritores norteamericanos y algunos críticos no tan jóvenes parecen creer, desafiando a Kafka, que para escribir hay que tener buenas intenciones». Evidentemente tú no estás de acuerdo con ellos. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
Podría responder a eso de distintas maneras. Creo que la literatura es la representación de seres humanos y el mundo tal y como son, en lugar de como nos gustaría que fueran. Volviendo un poco a la noción de que la literatura es un medio para salir de la soledad: cuando interactúas con las personas muestras una versión pública de ti mismo, y ni qué decir en esta era de redes sociales, en las que construyes una persona detrás de la cual escondes tu verdadero ser. Pues bien, creo que la literatura versa, precisamente, sobre todo lo que escondemos detrás de esa versión pública de nosotros mismos. Solemos sentir bastante vergüenza de lo que en realidad somos porque no es lo mismo que la versión idealizada que mostramos al mundo. En nuestra parte más recóndita sabemos que también estamos hechos de motivaciones oscuras; somos conscientes de ellas, pero no encontramos una forma de expresarlas porque nadie más se anima a expresarlas y, en ese sentido, estamos muy solos. La tarea del escritor radica en hablar de eso, de lo que nadie quiere hablar, en lugar de crear un mundo feliz en el que todos son quienes dicen ser.
En el discurso de graduación que pronunciaste en el Kenyon College en 2011 les dijiste a los asistentes que «pasar por la vida sin dolor es no haber vivido». ¿Qué importancia tiene el dolor en tu obra?
Me atraen las emociones fuertes de todo tipo. Estas disertaciones en el Kenyon College tenían que ver, en particular, con lo superficial de la vida en las redes sociales, con esa tendencia a evitar las emociones fuertes. Uno no quiere ser mal visto, no quiere ser herido. Pero si quieres vivir sin pasar dolor o ser desaprobado, en realidad no estás viviendo, ¿verdad? Así que el dolor es el riesgo. Si te permites amar algo, apasionarte, también te estás abriendo a la posibilidad de ser herido. Y esto también aplica para el escritor: para hacer el trabajo bien uno debe arriesgarse mucho, exponer mucho de uno mismo, y hay una posibilidad muy seria de que a la gente no le guste, que lo rechace. Pero, al mismo tiempo, no arriesgarse sería fracasar como escritor. De esta forma, y en un sentido muy amplio, siempre estoy pensando en el dolor. Cada vez que se publica uno de mis libros me digo «caray, esto va a ser terriblemente doloroso», y la verdad es que ya he pasado por ello, he tenido muy malas experiencias con la manera en que mis libros y yo, como autor, somos recibidos. Sí, fue muy doloroso… pero no me mató.
¿Dirías que esto es aplicable también a tus personajes? Cuando leo tus novelas percibo en ellos mucho sufrimiento, un sufrimiento a veces casi religioso.
Supongo que sí. Curiosamente, no pienso en ello de esa forma. Más que dolor, veo que mis personajes cometen errores. Los errores son la sustancia vital de los personajes; si ellos no tuvieran sus deslices, no habría nada de qué escribir. Cuando cometes un error, por lo regular pagas por ello y eso causa sufrimiento, pero creo que, en términos útiles para la escritura, el fracaso es mucho más interesante que el éxito, los yerros son más interesantes que la maestría y, en un sentido muy amplio, el dolor es más interesante que la felicidad.
Tus dos primeras novelas, ‘Ciudad veintisiete’ y ‘Movimiento fuerte’, están más impregnadas de teoría literaria que ‘Las correcciones’, ‘Pureza’ o ‘Libertad’, que en comparación parecen ser más puramente narrativas y más cercanas, al menos en espíritu, a la novela rusa del siglo XIX. ¿Qué utilidad tiene la teoría literaria para el novelista?
Depende del tipo de escritor que eres. No me considero preceptivo. Es verdad que hay ficción que se escribe con la teoría en mente y algo de ella puede ser muy interesante. Cuando era más joven, llegué a involucrarme mucho con este tipo de literatura. En mis tiempos de universitario, la teoría literaria apenas comenzaba a enseñarse en la facultad y aquello fue algo mágico, me hizo sentir muy poderoso. Con tan solo leer dos o tres librosyo ya podía hablar como un marxista o un freudiano, un estructuralista o posestructuralista y sentirme mucho más inteligente que los autores de los textos que criticábamos: por supuesto que todo esto no es más que el pensamiento de una persona muy joven. Cuando fue mi turno de escribir, me di cuenta de que, en realidad, no era más listo que aquellos autores: ellos ya habían escrito sus libros y yo apenas comenzaba. Creo que el peligro de la teoría es que es fácil de aprender y de brindar una sensación de maestría falsa. No sé, quizá sea más fácil explicarme si hablamos de un tipo de teoría en concreto.
«La peor situación en la que un escritor puede colocarse al escribir es la de saber con antelación cuál será el desenlace»
Me refiero a escuelas teóricas como la estructuralista, la marxista, la feminista, la teoría del lector, el formalismo…
Ya veo. Bien, quizá ayude tener una noción del significado, del efecto que quieras provocar con tu escritura. Sin duda hay que comenzar por algo. Por ejemplo, con mi primera novela pensé: «si pudiera exponer las estructuras subyacentes del capitalismo en Estados Unidos, quizá algún lector llegue a ver el mundo de una forma distinta y pronto podamos tener una revolución marxista», o algo por el estilo, quizá algo no tan estúpido como eso. Como sea, la verdad es que la teoría literaria no crea personajes ni escenas y, muy pronto, cuando te empeñas en escribir ficción, si pones atención y eres sincero contigo mismo, acabas por descubrir cuáles son las tuercas y los tornillos de la narrativa: nada más que personajes envueltos en una trama. Algo que sin duda es mucho más complejo, interesante e inclasificable, que la teoría misma.
Relacionando esto con lo que comentamos antes, en determinadas circunstancias la teoría podría convertirse en una especie de máscara tras la cual se esconde la verdadera intención del escritor.
Creo que la peor situación en la que un escritor puede colocarse al escribir es la de saber con antelación cuál será el desenlace. Si el trabajo que has realizado se limita a demostrar algo que tú ya sabes, la historia se queda estancada como un barco sin viento en las velas. Si no hay sorpresas para el autor, si no hay una sensación de descubrimiento, de algo nuevo, inesperado, tampoco habrá nada de esto para el lector. La historia se convertirá en un mero movimiento de inercia para demostrar algo que tú ya sabías desde el principio.
Uno de tus ensayos más famosos es ‘Why Bother?’ (‘¿Para qué molestarse?’) que apareció publicado en la revista Harper’s Bazaar. En él afirmas que «la palabra que mejor describe a la visión del mundo de un novelista es ‘trágica'». ¿Qué significa este adjetivo en el contexto de tu narrativa?
Existe un discurso sobre el progreso con cierto tinte político. Creemos que podemos hacer un mundo mejor y que la gente puede cambiar; si antes fuimos malos e ignorantes, ahora seremos listos y buenos. Esto es el progreso, un mito, uno que aún es muy poderoso en Occidente. Por otra parte, en nuestra historia también tenemos a la literatura, que no está tan pendiente del progreso, sino de lo que nunca cambia. En Occidente encontramos sus raíces en la tradición de las tragedias griegas, en personajes que se creían más sabios que el resto del mundo y al final se daban cuenta de que no lo eran. Una postura políticamente desalentadora, si bien útil: nos enseña a tener cuidado con lo que deseamos y a darnos cuenta de que la gente, a veces, no es tan buena como parece, ni las cosas realmente cambian y no existe nada como «un nuevo ser humano». Los seres humanos son seres humanos, y más nos vale darnos cuenta de que somos complejos, una mezcla de lo bueno y lo malo y que eso jamás va a cambiar. Ese reconocimiento de lo que conlleva la naturaleza humana, creo yo, es el espíritu de la verdadera literatura y lo que, al final del día, enlaza una historia escrita hoy con las de hace doscientos o cuatrocientos años.
«Ese reconocimiento de lo que conlleva la naturaleza humana, creo yo, es el espíritu de la verdadera literatura»
Todo esto me lleva a la cuestión de la tradición literaria. Se habla mucho de la necesidad de innovar en literatura. ¿Tú te ves como un innovador o, más bien, como un eslabón de esa larga cadena de influencias que es la historia de la literatura? Al preguntarte esto, estoy pensando en T.S. Eliot, quien afirma en su ensayo ‘La tradición y el talento individual’ que todo autor ha de tener presente la historia de su oficio cuando se sienta a escribir.
Existen narrativas históricas que se aplican al arte, como la música clásica o las artes visuales, por ejemplo. Uno puede reconocer escuelas o movimientos, como cuando observas un cuadro de mediados del siglo XIX y otro de 1910 y te dices que son absolutamente distintos. Mediante estas comparaciones de distintos períodos uno puede seguir la traza de la innovación. Música, artes visuales, incluso en la poesía se puede identificar a la innovación. La ficción, por su parte, a pesar de algunas obras muy experimentales, permanece, a mi parecer, como una forma de arte muy conservadora. Sencillamente, tomemos en consideración la forma en que nos relacionamos con la obra de un pintor: sin importar la época de cada cuadro, lo único que nos hace falta para apreciarlos es tener los ojos abiertos.
En la literatura, es mucho, mucho más lo que se requiere del lector: el escritor crea un mundo en su mente, luego lo transforma en símbolos que pone sobre el papel y una persona, en otro tiempo y en otro lugar, leerá esos mismos símbolos para volver a crear ese mundo, que será distinto del que imaginó el escritor. Pasarán horas, días para que el lector interprete todos esos símbolos y la tarea del escritor será allanarle el camino, hacer de su lectura algo gozoso. Uno no puede soltar palabras a puñados en el papel y esperar que el lector, con perdón de los amantes de ‘Finnegan’s Wake’, no aviente el libro. En este sentido, puedo decir que mi forma de escribir se acerca mucho más a la de Jane Austen o la de Cervantes, que lo que el estilo de un pintor moderno se asemeja al de uno de hace diez o veinte años.
¿Qué le recomendarías a un escritor que viene de un ambiente muy académico para que toda esa teoría no entorpezca su escritura?
Ve a la biblioteca y comienza por leer los clásicos del canon. Así fue como yo me curé de tanta teoría que había estado estudiando durante mi estancia en Alemania, en 1981. Había cargado con libros de Marx, de estructuralistas, posestructuralistas, y los leí todos. Pero para los próximos meses pedí que me enviaran a Faulkner, Middlemarch… ¿quién más?, D.H. Lawrence. Pensé que al leer tanta teoría podría escribir mi novela sin problemas y no fue así; lo que me redirigió fue una simple inmersión en los libros no teóricos. Diría que es un fallo de la academia actual, el centrarse en tanta teoría. ¿Quieres escribir una novela? Lee las obras de ficción del siglo XIX, incluso las del XVIII. Imaginemos a un pintor contemporáneo que pinta sobre una lámina de aluminio; les garantizo que ese artista les podrá decir cómo eran las obras de arte en la Italia del siglo XV pues jamás se habría animado a usar el aluminio sin antes conocer lo que otros ya habían hecho. Lo mismo pasa con la literatura. Descubran cómo lo hicieron los maestros de antes, aprenderán mucho de ellos.
Hablemos un poco sobre la técnica. En el ensayo que mencioné antes sobre la autoficción afirmas que «escribir buenas novelas casi nunca es fácil». ¿Cuáles son las dificultades concretas con que te encuentras al crear tu obra?
Bueno, las dificultades que te encuentras al comienzo no son las mismas que cuando llegas a una edad como la mía. La dificultad con la que me encuentro, al día de hoy, es que he usado toda mi material, el fácil y el complicado, así que me encuentro ante una escasez. No me refiero a las observaciones que suelo anotar en una libreta, sino a la materia prima, es decir, a cosas importantes que me han pasado, a personas que de verdad me importan.
«Debemos escribir, precisamente, de aquello que no queremos escribir»
¿Ese sería el material «fácil»?
Así es. Es todo el material que no está escrito. Ahora bien, sobre las dificultades: la primera es aprender a escribir. Y la primera dificultad en esa dificultad es escribir bien una frase. Tuve una experiencia, cuando era un universitario de 21 años: un escritor vino a visitarnos. En aquella época yo me consideraba muy, muy listo, y una de las razones que tenía para sentirme así era que yo había leído mucha teoría, teoría sobre Shakespeare, en particular, y la gente solía decirme que yo era muy listo y que era muy bueno escribiendo. Así que, cuando vino aquel escritor, le di uno de mis relatos. Él me llamó a su oficina y me pasé las siguientes dos o tres horas escuchando todo lo que sonaba falso, inexacto y, básicamente, mal escrito en la primera página. La primera. Entonces me di cuenta de lo poco, poquísimo que sabía sobre escribir.
Dos años después, cuando escribí ‘La ciudad veintisiete’, acabé con una pila de 1.300 páginas. Estaba orgulloso de todo ese trabajo y en busca de un agente. Fue a través de mi suegra, que conocí a un autor publicado. Cuando me puse en contacto con él por teléfono, de inmediato me dijo: «No quiero leer tu libro porque ya sé qué es lo que le falla». Nunca llegué a conocerlo, no nos reunimos, ni siquiera echó un vistazo a mi libro, pero él ya sabía qué era lo que estaba mal. Me gritó por teléfono durante un buen rato y al final, cuando colgamos, tomé mi manuscrito y empecé a quitarle páginas. Le quité doscientas de un solo tijeretazo. Su mensaje había sido bastante claro: «tienes que salir de ti mismo y mirar todas esas páginas como las miraría un lector». Había frases muy bellas, ideas muy ingeniosas, pero tenía que hacerme una idea de lo que sería leer todo aquello. Y llegar a ese nivel de consciencia, cuando estás dentro de tu obra, escribiéndola, y al mismo tiempo te estás dando cuenta de que alguien va a tener que leerla; alcanzar, digo, ese punto equidistante entre lo que tú quieres decir y lo que se va a quedar el lector de todo ello, eso, eso es muy difícil. Pero ese momento llega, y no para pocos. Y escribir a partir de ahí lo cambia todo.
Yo escribí durante cinco años antes de que ese momento me llegara y, de pronto, me di cuenta de cosas como «un momento, nadie va a querer leer este párrafo, este párrafo está aquí porque a mí me gusta». Ahora bien, avanzando un poco en el campo de las dificultades, creo que una de las más capitales que podemos encontrarnos es que debemos escribir, precisamente, de aquello que no queremos escribir. Lo doloroso o, más en especial, lo vergonzoso; me tomó tiempo, pero aprendí bien que cuando mi primera reacción es «jamás podría escribir sobre esto» es porque eso, eso mismo, es sobre lo que debo escribir. Se dice fácil, ¿verdad? Pero no se trata solamente de verter en una página todo ese dolor o esa vergüenza, sino de convertirlo en algo que se disfrute al leerlo. Eso es, en serio, un trabajo muy duro. Para esto sí que les puedo recomendar el humor, el tono cómico, como un medio para lograrlo. Si el escritor se ríe al escribir, el lector lo hará al leer y se podrá llegar a lugares que, de otra forma, nos producirían repulsión.
¿Cómo estructuras tus novelas?
No lo sé. La mejor situación es tener una idea de hacia dónde quiero ir, pero ninguna sobre cómo llegar ahí. De esta manera, todos los días me enfrento a lo desconocido, a la tarea de inventar un camino a seguir y me parece que esa sensación de aventura resuena en los lectores también. ¿Por qué molestarse en escribir un libro que ya sabes cómo va a terminar? Los desenlaces, por su parte, son algo complicado. Escribir la frase final puede ser algo muy truculento. Sin embargo, hay autores que comienzan por el final, como Paula Fox, a quien admiro profundamente. Ella escribe conociendo el final pero, insisto, sin saber cómo llegar hasta ahí. En mi caso, suele pasar en los últimos días antes de terminar el libro; solo cuando he llegado hasta ahí puedo divisar el final y, en el mejor de los casos, este me toma por sorpresa, me digo «¡vaya, conque así es que acaba esta historia!». Así es como también me gustaría que el lector experimente el final de mis libros, que no se lo espere.
«Si me baso enteramente en mis experiencias, me fijo en las cosas que más me importan, como los momentos de tristeza, crisis, vergüenza»
Quiero preguntarte por dos personajes de ‘Las correcciones’: Enid y Al. ¿Están inspirados en tus padres? ¿Usas tu vida personal a la hora de crear tus personajes?
Puedo admitir que, de entre todos los personajes de mis libros que podrían asemejarse a personas en mi vida real, esta pareja, Enid y Alfred, son los que más lo hacen. Mi padre tuvo una enfermedad cerebral degenerativa hasta llegar a la demencia y podría decirse que mi madre estaba llena de cualidades parecidas a las de Enid, como la forma de hablar en un tono muy crítico y triste. Lo interesante no es que yo estuviera dibujando estos personajes sobre los perfiles de mis padres, sino lo mucho más complejos que eran mis padres. De alguna manera, los reduje hasta convertirlos en caricaturas, y lo dice alguien que tiene un profundo respeto por las caricaturas. Particularmente, fue Enid quien acabó más en caricatura. Pero, de una u otra forma, debo decir que todo lo que escribo proviene de una experiencia personal. Cuando invento un personaje o imagino una escena, cuando intento descubrir el perfil psicológico de uno de mis personajes, siempre vuelvo a mis experiencias con seres humanos y me pregunto «¿es esto realista?».
Pero la pregunta, en este caso, quizá sea si me baso enteramente en mis experiencias y a eso debo decir que en lo que más me fijo es en las cosas que más me importan, como los momentos de tristeza, de crisis, de vergüenza. Pero no en una forma directa, pues soy alguien muy aburrido para mí mismo como personaje. Lo que hago es tomar la energía de eso que me interesa y la uso para crear un personaje que sea mucho más interesante a mis ojos. Y uso a ese personaje para hablar de mí: esa es la clave. Puedo llegar a una verdad (de nuevo tenemos esta palabra) mucho más esencial, a través de una ficción que a través de la realidad.
¿Cómo es tu proceso de escritura?
Mis primeros libros se basaron en conceptos, en una especie de ideas grandes. Fue a partir de ‘Las correcciones’ que empecé a centrarme en los personajes. La mayor parte del tiempo en estos procesos, la paso diseñando a los personajes principales, un proceso por demás largo y doloroso. Y lo que busco, como novelista, para arrancar una trama es una frase; idealmente, una frase corta, casi de cómic, una que nos diga cuál es el conflicto principal del personaje o su deseo. Quizá suena mecánico, incluso fácil, pero la verdad es que suelo probar con miles de conflictos hasta que encuentro el que mejor se ajusta a mi personaje. Esto es algo que le recomiendo incluso a mis amigos escritores. Uno puede tener a los personajes bien descritos en la mente: la joven fugitiva, el viejo gruñón de la ferretería; podemos imaginar a la chica que corre a esconderse en el local del viejo y el encuentro entre ambos, y la historia puede fluir en las páginas y podemos escribir páginas y páginas, pero si no tenemos claro cuál es el conflicto, el deseo o la necesidad de los personajes principales, acabaremos estancados. Una frase, corta, para describir el conflicto o deseo de cada personaje, verán cómo les resulta útil. Esa será mi única lección para escritores en ciernes. Describid bien a vuestros personajes, pues ellos son, en definitiva, la historia.
«Ya no soy tan pesimista: creo que el libro y los lectores se mantendrán a flote»
¿Escribir es un acto político?
A veces. ¿O quizá la pregunta es si escribir es necesariamente un acto político o si escribir ficción, en particular, es un acto político? Desde el punto de vista político, todo resulta un acto político. Lo que, dicho sea de paso, hace que yo no tenga ningún interés en mantener una mentalidad política. Si bajo a comprar lechugaa la tienda, de pronto, eso también se vuelve un acto político: ¿quién cultivó esa lechuga, por qué la compro en esa tienda, apoyo a los sindicatos de los cultivadores o al sistema económico del que forma parte esa tienda? No, por todo esto no me interesa ver la escritura como un acto político.
Me gustaría pedirte una predicción. En tu ensayo ‘The Reader in Exile’ (‘El lector en el exilio’), publicado en la revista ‘The New Yorker’, dices: «Entiendo mi vida en el contexto de Raskolnikof y Quentin Compson, no el de David Letterman o Jerry Seinfeld. Pero la vida que yo entiendo a través de los libros es cada vez más solitaria». ¿Cuál es el futuro de la lectura o, debería decir, de los lectores?
Escribí esas frases a mitad de los noventa cuando yo, literalmente, sonaba mucho en los medios. Tenía solo unos pocos amigos escritores, mi vida era un desastre, mi segunda novela no se había vendido… Creo que es un hecho muy demostrable que los escritores hacen estimaciones en cuanto al interés literario de la población con base en el número de ejemplares que han vendido de sus últimos libros. Ed Broth era fanático de decir cosas como que solo había 100.000 lectores serios en Norteamérica; curiosamente, ese era el mismo número de copias que vendían sus libros cuando se estrenaban. Movimiento fuerte habrá vendido unas 5.000 copias en los noventa, con lo que me dije «será que solo hay 5.000 lectores serios en este país». Luego vino ‘Las correcciones’, que vendió un millón de copias y me dije, «vaya, parece que hay un millón de lectores serios en este país, después de todo».
Por otra parte, pareciera que con la llegada de las pantallas de ordenador, sumadas a las de la televisión y el cine, serían cada vez menos los lectores y que, eventualmente, se llegaría al punto en que nadie escribiría más libros y la cosa quedaría ahí. Lo cierto es que con la llegada de la televisión de pago y sus contenidos de mejor calidad, el nivel de audiencia se incrementó, pero llegó a un tope y luego empezó a bajar, hasta mantenerse estable. En internet, por ejemplo, me he encontrado con una comunidad de lectores en línea muy activa, aunque la preocupación siempre fue que su nivel de conexión con la lectura fuera muy superficial. Al final del día, lo que he visto es que todos estos medios se relacionan bastante bien con la lectura y creo que todavía se genera expectación cuando se va a publicar un libro. Así que ya no soy tan pesimista como antes lo fui, entre otros motivos, porque mis libros aún se siguen vendiendo. Ya en serio, creo que el libro y sus lectores se mantendrán a flote.
«¿Te gustaría que tus libros sean leídos por un lector que se distrae constantemente por una pantalla encendida?»
Volvamos al pasado. En 2010 The Guardian os pidió a ti y a otros escritores, Richard Ford y Margaret Atwood entre ellos, que propusierais vuestros propios decálogos para escritores principiantes. Una de las normas incluidas en el tuyo es la siguiente: «Es difícil escribir buenas novelas con una conexión a internet en el lugar de trabajo». ¿En qué forma crees que internet, o la tecnología en general, puede entorpecer la obra de un escritor?
En general, no soy un enemigo de la tecnología cuando se trata de escribir. Fui uno de los primeros en adaptarme a un procesador de textos, como los llamábamos en aquel entonces. Tuve mi primer ordenador en 1989 y debo decir que estuve feliz de deshacerme de mi máquina de escribir. Hoy en día el ordenador está absolutamente integrado a mi método de escritura. El problema con tener una conexión a internet en el lugar donde escribes, al menos para mí, es la dificultad para concentrarse. Si trabajas en una novela, imagina mantener decenas de miles de cosas activas en tu memoria al mismo tiempo. Escribir e imaginar requiere de mucho esfuerzo y lo más fácil para la mente es distraerse con todos los anuncios de internet que aparecen en tu pantalla.
La otra cara de la moneda es que vivimos en un mundo en el que la inmediatez es dominante: todo sucede aquí y ahora. Y debemos estar conectados con nuestro alrededor, eso no lo pongo en duda, pero tampoco hace falta absorber toda esa realidad para hacerse una idea de lo que está pasando. De lo contrario, no habrá espacio para detenernos a reflexionar en lo que escribimos, sino que acabaremos siendo arrastrados por todo ese caudal de información. No, lo que queremos es posicionarnos en un lugar más callado desde donde se puedan apreciar los patrones, los puntos de interés donde nadie está mirando. Así que, por todas estas razones, creo que es importante mantener alejado a internet del lugar donde escribimos; debemos procurarnos un lugar tranquilo. Recordemos lo que decíamos antes: leer y escribir van de la mano. ¿Te gustaría que tus libros sean leídos por un lector que se distrae constantemente por una pantalla encendida? Me parece esa sería una forma terrible de leer, y lo mismo deberíamos considerar a la hora de escribir.
En la primavera de 1992 regresaste a tu alma mater, Swarthmore College, para impartir un taller de escritura creativa. Si la información que tengo es correcta, en tu primer día de clase escribiste dos palabras en la pizarra, «verdad» y «belleza», y les dijiste a tus alumnos que estas eran las metas de la escritura, lo cual me parece una potente declaración de principios. ¿Podrías decirnos algo más al respecto?
No sabía lo que estaba haciendo. Nunca había asistido a un taller literario, así que llegué a ese salón de clases completamente aterrado. Era un profesor muy joven, de unos treinta y tres años, y necesitaba amedrentar de alguna manera a los alumnos para que pensaran que era lo suficientemente maduro para enseñarles. Algunos de ellos eran tan solo 10 años más jóvenes que yo. ‘Belleza’ y ‘verdad’ son parejas que hacen un buen maridaje. Tengamos en cuenta el poema de Keats, ‘Oda a una urna griega’: «la belleza es la verdad, la verdad belleza»; esto es todo lo que sabes de la tierra y todo lo que saber necesitas”. Pues bien, yo no habría usado esas dos palabras hoy en día. La belleza, sin duda es importante, es una buena manera de describir la diferencia entre una frase mala y una buena. Si tienes una de 40 palabras y otra, que con solo 20 dice lo mismo, yo diría que esta última es la frase más bella.
En esto también tiene que ver el estilo y las preferencias de cada quien, pero la elegancia también consiste en saber qué es lo que no necesitas, en removerlo, en escuchar el texto y pulirlo. Por otro lado, hay quien menciona una belleza ‘formal’ de un texto, como la que alcanzas cuando alguien se sorprende con un punto de giro en la trama. Eso también es un efecto de belleza al que solo se llega a través de la literatura. Por lo que respecta a la verdad, yo la sustituiría con ‘honestidad’. Podemos hablar de la verdad en la narrativa de ficción como una verdad que va más allá de la realidad o la verdad que, en el poema de Keats, casi se fusiona con la belleza. Hay expresiones del mismo inglés que toman el concepto de la verdad, como la de ‘suena a verdadero’, utilizada cuando se sonaban monedas sobre una mesa para ver si eran falsas. No, definitivamente, hoy en día habría escrito ‘honestidad’ y no ‘verdad’ en la pizarra frente a mis alumnos. Creo que tiene que ver mucho más con el proceso de introspección que todo escritor sigue, de sinceridad con uno mismo para decidir sobre qué va a escribir.
«Escribir con elegancia consiste en saber qué no necesitas y eliminarlo del texto»
Además de un ávido lector de tus ensayos y novelas, soy un gran admirador de ‘Los Simpson’, por lo que la pregunta es inevitable. En 2006 apareciste en un episodio de ‘Los Simpson’ en el que Michael Chabon te provoca diciéndote que «tu nariz necesita unas correcciones» y que «peleas como Anne Rice». ¿Qué siente uno al verse convertido en un personaje de la serie?
Fue una mañana muy divertida. Salí con una profunda admiración por los actores que hacen el doblaje de voz de los personajes. Nos sentamos en un cuarto e hicimos las grabaciones en tiempo real. Y, bueno, ya te imaginarás: de pronto aquí tienes a Marge Simpson a tu lado, solo que esta Marge no se parece en nada a la del programa, ni mucho menos Lisa.
Es como saltar de una ficción a otra, un juego de espejos complejo y muy interesante.
Bien, al menos me sentí afortunado con la manera en que me retrataron los guionistas. Cuando a Michael Chabon le preguntan quién es su autor favorito, dice que soy yo, y luego me mira con expectación cuando me preguntan cuál es el mío. Yo respondo que Albert Camus. Y, bueno, al final creo que la cosa se resuelve bien. Yo acabo machacándole la cabeza con un cuadro de Snoopy. No sé, creo que todo salió bien. Debo decir que me gané algo de credibilidad con los hijos de mis amigos después de que me vieran en el programa. Una cosa es aparecer en la cubierta de la revista ‘Time’, pero otra, ¡por Dios!, muy distinta, es aparecer en ‘Los Simpson’.
¿Qué autores contemporáneos estás leyendo ahora mismo?
Hay un par de escritores norteamericanos que creo que están haciendo un trabajo de nivel muy alto. Uno de ellos es George Saunders. Y las dos últimas novelas de Rachel Kushner son extraordinarias. Pero la verdad es que aún sigo en búsqueda del libro que me cambiará la vida. No en el sentido de vender mi casa y dedicarme a los pobres, no, sino en el sentido de reorientarme. En esa línea, Elena Ferrante ha sido una de las autoras contemporáneas que realmente me ha impresionado con su saga ‘Dos amigas’ y ‘Los días del abandono’. Estas obras de Ferrante me sirvieron mientras trabajaba en ‘Crossroads’. Y la música, la música es algo que siempre me ha ayudado a escribir. No es que sea un melómano pero, cuando me hace falta, salgo por ahí y escucho alguna canción. Y antes de Elena Ferrante, Murakami y su ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’, un texto que me ha ayudado a expandir mis nociones al momento de escribir.
Si llegara un extraterrestre a la Tierra, ¿qué libro le recomendarías para que conociera mejor a la raza humana?
Se parece mucho a la pregunta de qué libro me llevaría a una isla desierta. Para mí, serían las obras completas de William Shakespeare. La verdad es que no hay nadie que lo haya hecho mejor. Si el extraterrestre quisiera conocer un poco mejor al mundo moderno, definitivamente no le daría una novela. Lo más seguro es que interpretaría esta como algo real y no ficticio.
¿Puedes contarnos algo sobre ‘Encrucijadas’?
Esta es mi sexta novelay forma parte de una trilogía que tendrá personajes en común, aunque todavía no tengo del todo claro cómo. Será mi primer libro que no está ambientado en el presente, sino a principios de los setenta. Gran parte de su trama transcurre en un día y, sobre esto, diré que me emociona probar con una novela en la que en 400 páginas apenas pasan algunas horas. Es un subgénero nuevo con el que estoy probando, el de las novelas de un solo día. Cuando escribo, necesito que sea sobre algo nuevo. Y si me topo con algún problema en cuanto a la trama, a los personajes o a la estructura de mi novela, lo que hago es no mirar al problema directamente. A veces, mirándolo un poco de lado hace que la solución venga a mí. Cuando estaba escribiendo ‘Encrucijadas’, la verdad es que tenía muy poco material, pero en el fondo la historia me emocionaba y yo sabía que funcionaría. Poco a poco, los problemas se fueron resolviendo uno a uno y la historia quedó resuelta.
Error: Formulario de contacto no encontrado.