Aquel era el segundo viaje que hacíamos juntas. Nos habíamos conocido en 2012 en un encuentro de jóvenes artistas en Notthingham (WEYA 2012) y nada había cambiado en julio de 2017 cuando nos encontramos de nuevo en el aeropuerto de madrugada. Las dos seguíamos siendo esas chavalas, una un poco huraña, pero con buen inglés; y otra más extrovertida, pero de inglés justito. El tándem perfecto para el Teachers training course de Normandía. Llegamos a París con el miedo de dos ignorantes que se juntan a un grupo de gente que sabe para lo que va allí. Nos daba pánico leer los currículums de los demás asistentes y dejábamos que aquella maldita vocecilla chillona de nuestras cabezas nos dijera: «no vais a estar a la altura». Por supuesto, resultó no ser así, nunca es así, y aquella voz chillona fue poco a poco cambiando y se convirtió en sonrisas, manifiestos, cervezas y charlas en spanglish cuando las actividades nos dejaban algo de tiempo libre. Conocimos a los integrantes del encuentro en el autobús que nos llevó hasta André, la pequeña localidad francesa en la que se celebraría el curso. No podemos describir la sensación de encontrarnos en aquel lugar. El molino, los atardeceres en el Sena, los árboles, la música, el estanque, el papel de las paredes, los manteles, el olor de las sábanas…
Parecía que nos habíamos caído de cabeza en un cuadro de Monet como los personajes de Mary Poppins en la película. La primera vez que vimos el lugar, ya supimos que los nervios y los miedos merecerían la pena. Y eso que aún no habíamos desayunado en la sala del piano, ni habíamos escuchado hablar a la dueña de la historia del molino, ni habíamos liberado algunos libros, porque había libros que pedían a gritos volver a ser leídos, olvidados y color sepia en todas las esquinas.
El curso empezó y nos apuntamos a todo juntas aquel primer día, como si fuéramos un personaje de Agota Kristof, parecía que nos hubieran cosido los brazos con un poco de vergüenza a hablar en público. Temíamos separarnos, temíamos que llegara la tarde y tuviéramos que exponer nuestro trabajo delante de profesionales que, a nuestros ojos, parecían darnos mil vueltas.
Otra vez el miedo infundado. Nunca nos sentimos diferentes, nunca se nos miró como si fuésemos las novatas o como si nuestras opiniones o pensamientos tuvieran que ser tenidos menos en cuenta. Intercambiamos palabras en inglés, en francés, en castellano y en italiano durante la comida, parecíamos la Unión Europea de los profesores de escritura creativa y la verdad es que lo éramos un poco. La primera sesión acabó, recogimos nuestras notas y el molino siguió allí para llevarnos hasta las primeras exposiciones de los alumnos por la tarde.
Fuimos muchos, tantos que había a la vez al menos dos o tres ponencias. Fue complicado decidirse, queríamos aprovechar al máximo la estancia y queríamos acudir a todas. Algunas por el interés personal, otras por el interés docente, otras por el interés narrativo. Siempre teníamos la sensación de estar perdiéndonos algo importante. Quizás esa fuera la peor sensación del viaje, el sentirse como una esponja que ya no puede acumular más agua, pero que sigue intentándolo. Interrogábamos a los compañeros de otras salas: «¿Qué tal?, ¿qué habéis hecho?, ¿qué habéis aprendido?» y cuando quisimos darnos cuenta, el primer día había pasado. Nos dormimos, agotadas pero felices, arropadas por Monet y las historias de los antiguos artistas que habían pasado por el molino antes que nosotras. Las dos deseábamos que aquellos ecos nos susurraran cosas al oído durante la noche, y quizás lo hicieron.
En el sueño, Perec y Truffaut dormían en la misma habitación que nosotras. En el sueño, Perec escribía mirando al Sena violeta del atardecer. Y se perdían en el bosque. Ella se perdió en el bosque un día que se separó de mí y llegó a una caseta llena de muñecas extrañas, «¡no te vas a creer lo que he visto!». Tuvo que llevarme. Y luego lo escribimos en la sesión del profesor Alain André (Francia) cuando hablando de la escritura autobiográfica (en su curso «Writing for the real») nos hizo pasearnos por el Molino y sentir. El segundo día, la profesora Lee van der Berg (Bélgica) nos juntó en el viaje (en su curso «Travelling Writing»): «¿con quién de tus compañeros viajarías?». «Con todas, con todos» dijimos o pensamos en decir nosotras. Nosotras, que nos conocimos en un viaje cuando aún soñábamos el sueño de la Literatura. Nosotras, que ahora éramos quince personas encontrándose. Nosotras, que ya no podremos distinguir el viaje y la vida, el viaje y la escritura. El último día, en la sesión del profesor Gale Burns (Inglaterra) entre poemas de Sharon Olds, de Warsan Shire, de Carolyn Forche intentamos encontrar al humano (en su curso «Finding the Human») mediante el espejo del otro. «Ponte delante del otro y escúchale».
Esa noche hubo una fiesta de despedida. Un micro abierto en varios idiomas en el que pudimos leer nuestros textos, poemas e incluso un manifiesto que habíamos hecho conjuntamente. El punto cuatro del manifiesto decía «If a dog starts to talk to you, you have to remain as a bird». Alguien que no sabía tocar el piano, tocó el piano, alguien empezó a gritar en francés, alguien respondió en inglés. Luego, ya envueltas en la noche, nos pusimos a cantar y nuestras voces se unieron.
«Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que es poesía» escribió Emily Dickinson. Así nos sentimos nosotras al volver a casa: con la cabeza llena de luces en suspenso.
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