Inés Mendoza ha publicado los libros El otro fuego y Objetos frágiles en la editorial Páginas de espuma. Sus relatos han sido galardonados en concursos nacionales e internacionales y recogidos en varias antologías, entre las que destaca Mar de pirañas, nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto), a cargo del crítico Fernando Valls.
Coordina el ciclo “Escritoras de las dos orillas” de la librería “Juan Rulfo” (Fondo de Cultura Económica de Madrid). Ha sido invitada a eventos como el coloquio “El otro Frankenstein” (Cafebrería Ad Hoc), el XI Congreso “Laberinto de centenarios: una mirada trasatlántica” (Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, Universidad de Granada) o el encuentro “Ellas escriben” (Centro Cultural Pablo Ruiz Picasso. Málaga).
Ha colaborado en medios nacionales e internacionales de prensa y en publicaciones de arquitectura. Sus ensayos sobre literatura se han publicado en antologías como Diodati, la cuna del monstruo (Adeshoras), revistas como “Salamandra” (Grupo surrealista de Madrid) o en los títulos sobre Jules Verne, H. G. Wells, Lovecraft o “Las mil y una noches” de la editorial Graphicclassic.
Inició su faceta docente en la Facultad de Arquitectura y Artes Plásticas (Universidad José María Vargas, Caracas). Ha impartido, entre otros, el “Taller de lectura del Romanticismo Ruso” (Museo Nacional del Romanticismo) y el curso “Iniciación a la escritura de vanguardia” (Festival “Coruña Mayúscula”, Consejalía de Cultura del Ayuntamiento de A Coruña). Es profesora en el Máster de Narrativa, el Curso de Especialización en la Enseñanza de la Escritura Creativa y otros talleres de la Escuela de Escritores.
Mar de Pirañas, nuevas voces del microrrelato español
Relato
2012
Publicado por:
Menoscuarto
Estrevista a la profesora
Se puede enseñar a escribir, sin duda. En cambio aprender a escribir se puede y no se puede. Me explico. Hay una amplia zona del oficio de la escritura (el oficio de poeta, que diría Pavese) que se puede transmitir: la que concierne a la técnica, la que proviene de la experiencia como escritor/a que tenga el docente, los conocimientos que haya obtenido de las lecturas y hasta un porcentaje de su formación en el plano de la sensibilidad. De parte del docente, ese proceso de transmisión requiere, pienso, un deseo de dar y darse a los alumnos/as sin egoísmo. Todas estas cosas se pueden aprender, trabajar, pulir.
De parte del alumno/a, es necesario que haya deseo. ¿Deseo de qué? Pues antes que nada de escribir y de aprender. Hay otra necesidad añadida, sin embargo, que depende mucho del tipo de deseo que vaya organizando quien aprende durante el curso. Porque si el deseo del/la alumno/a es el de convertirse en un/a escritor/a, la lectura es imprescindible. No de otra manera se han formado prácticamente todos/as los/as autores/as de la Historia.
Yo además no creo que haya gente con talento y gente sin talento, más bien estoy convencida de que llegar a ser escritor/a tiene más que ver con el deseo del que he hablado antes. Un deseo que, naturalmente, implica las mismas necesidades que ha implicado siempre nuestro oficio: trabajar los textos propios, conocer la tradición literaria, explorar (explorarse), elaborar un discurso (una poética). Todo esto es lo que, dosificado en relación con el nivel del curso, intento enseñarle a mis alumnos/as. Tengo un grupo de virtuales que lleva entre 4 y 8 años conmigo. Empezaron como todos/as: en un taller de Escritura Creativa. Ahora varios de ellos/as están haciendo libros, digamos, “profesionales”.
La verdad es que mi labor como docente empezó en una facultad de arquitectura, en la caraqueña Universidad José María Vargas. Era tan joven (acababa de graduarme de arquitecta) que mis alumnos/as tenían prácticamente mi edad. No te creas, me llevé mis sustos: primero era demasiado “blanda”, luego demasiado inflexible.
Aparte de eso, y desde mucho antes, me he pasado años en talleres de cuento, novela y hasta escritura teatral. El primer taller que hice fue con mi querido amigo Carlos Noguera, director de la célebre Editorial Monteávila hasta su muerte, y un escritor de primera fila. Luego hice muchos otros; algunos en Caracas, varios en Madrid, uno en los cursos universitarios de El Escorial, y también estuve en varias tertulias hasta que fundé junto a varios amigos/as escritores/as (Ángel Zapata, Víctor García Antón, Marisa Mañana, Julio Jurado, Emilia Lanzas, Emiliana Yagüe y algunos más) “La llave de los campos”, un grupo de intervención literaria influido por las ideas surrealistas y que duró varios años.
Cuento todo esto porque creo que empecé a impartir clase debido a que siempre me he sentido profundamente agradecida con los profesores/as, los escritores/as y los libros que me han acercado al saber. Amo el saber. Quizá también dé clases por una razón más vanidosa y más relacionada con mi actividad como escritora: ayudar a formar buenos/as lectores/as.
Trabajo muchísimo con los distintos tipos de diálogos, diálogos vivos, que se dan en una clase. Ciertamente, en esto me han ayudado mis largos años de psicoanálisis y mis lecturas sobre dinámica grupal, pero por otro lado soy muy sociable (al menos eso me dice todo el mundo). Me gusta el trato con la gente.
En mis clases recurro bastante al juego, pero no solo como disparador de la creatividad, sino como estrategia para que los/as alumnos/as tomen conciencia sobre los propios procedimientos de escritura y fijen conocimientos. Juguetona y todo, sospecho que soy una profesora un tanto exigente, sobre todo en los talleres de niveles más avanzados.
En realidad creo que un profesor no debe pedirle nada a sus alumnos/as, ni cuando empiezan ni cuando terminan. Está la tarea, que normalmente implica leer, escribir, seguir las pautas de determinado ejercicio, leerse una guía, etc. Lo suyo es que los/as alumnos/as la cumplan, mejor aún si lo hacen con ganas, pasándoselo bien. Sin embargo, no soy partidaria de desear por los/as alumnos/as y no solo porque trabaje con adultos; pensaría lo mismo si tuvieran 5 años. Construir lo que desean hacer con lo aprendido, el lugar que quieren darle en su vida, es tarea de cada alumno/a. A mí no me gusta que nadie desee por mí, así que intento no desear por otros/as.
Pienso que la labor de cualquier profesor, y no digamos en un taller de escritura, es simplemente la de acompañar a sus alumnos/as en su proceso. Sí que es cierto que cuando uno de mis grupos lleva tiempo conmigo, me gusta que formemos esa especie de comunidad sensible que es para mí un taller literario.
Como he dicho antes, me gusta formar con mis alumnos especie de tertulias o comunidades que, por más que estén centradas en la tarea de la escritura, vayan más allá.
Pero ocurra eso o no, procuro no crear sino fomentar un clima de amistad y camaradería, pero también de curiosidad literaria, de búsquedas asociadas a la actividad de la escritura, de gusto por la lectura.
Muchísimo. La pregunta sería qué no me enseñan. Quizá no me enseñen eso que solo se puede aprender en los libros o aquello que solo aprendo escarmentando en cabeza propia (soy muy cabezota). Entre otras cosas, me enseñan, por ejemplo, cómo dialogar con ellos/as mismos/as, con cada persona, con cada grupo; porque todos los alumnos/as y grupos son diferentes. Me impiden que olvide lo que la escritura tiene de juego y descubrimiento, que es algo que los escritores/as podemos perder con los años.
Lo primero, la generosidad de dar y darse de la que hablaba al principio. Luego hay que tener empatía, claro, porque la empatía (que se puede entrenar, creo yo) nos ayuda a detectar situaciones poco evidentes. Si a un/a alumno/a le tiembla la voz cada vez que lee, el docente debería ser capaz de ponerse en su lugar y comprenderle, para ayudarle si hace falta.
Y claro, opino que un profesor debe ser un lector medio, como mínimo. Sé que hay mucha gente que no comparte esta convicción, pero yo sí creo que un profesor ha de amar la disciplina o materia que imparte. Porque si al docente de un taller de escritura no le gusta leer, supongamos, ¿cómo podrá transmitirle a sus alumnos/as qué es un libro?, ¿cómo les podría contagiar el apego a las letras?
Yo siempre estoy estudiando, no paro nunca, porque si paras te anquilosas. Y claro, como lectora voraz que soy, siempre me digo “me falta estudiar esto, me falta estudiar lo otro”. También me paso la vida reflexionando sobre el proceso que he seguido con mis grupos, en distintos planos.
Ahora, sí que me encantaría saber más de filosofía, la verdad. Sé bien que no es imprescindible para un/a escritor/a y tampoco para un/a docente, pero sí me parece una herramienta magnífica para interpretar la vida, los textos, las relaciones humanas.
Pues la verdad, tengo períodos en que me cuesta encontrar tiempo para escribir, y eso que soy, para usar un término que no me gusta demasiado, disciplinada: intento escribir a diario entre tres y cuatro horas. Para eso me favorece una extraña costumbre que tengo (soy una vampira, no es casual que ame tanto el romanticismo): acostarme tardísimo. Prácticamente vivo de noche. Y en fin, en cada etapa voy viendo cómo compaginar mi trabajo docente con mi actividad artística.
Mis escritores favoritos/as son muchos, pero mayormente se pueden inscribir en alguna corriente romántica, entendiendo el término “romántico” en un sentido más amplio. En este sentido, adoro a los autores románticos, sobre todo a los alemanes e ingleses (Byron, los dos Shelley, Novalis, Hölderlin, Von Arnim, Eichendorf, Hoffmann, Tieck, Schlegel, etc.), a los simbolistas y decadentes (Baudelaire, Proust, Huysmans, Villiers, Schwob, Rodenbach, Rilke) y a prácticamente todos/as los/as surrealistas, especialmente a Breton y a Leonora Carrington, entre los que se dedicaron a la escritura. En esta visión “ampliada” del romanticismo –que defienden pensadores/as como el surrealista Michael Löwy y hasta Octavio Paz en cierto modo-, incluyo a autores/as como Henry Miller, Malcolm Lowry o Cortázar. De hecho, soy una completa friqui de Lowry y de Miller. Cuando escribía mi primer libro lo era de Cortázar. Les leo y releo sin cesar.
En la actualidad, acabo de leerme un libro de Historia muy gordo: “Historia de la decadencia y caída del imperio romano”, de Gibbon, y ahora estoy leyéndome un libro de Maeterlinck, uno de Filosofía existencialista (porque me interesa el existencialismo en lo que tiene de romántico), y una novela corta de Yourcenar.