(1)
Esta mañana, sentado en uno de los bancos del río Dora, vi a un hombre. Un hombre tan inofensivamente solo que las palomas se le acercaban para compartirle su pan.
(2)
Camino a la Holden, cruzando el puente del Dora, veo un árbol que se distingue y se separa de la mongolfiera. Más que un árbol es una llamarada verde. Un verde superlativo y estupefaciente que rompe la cuarta pared de la puesta en escena o el telón de fondo de la niebla. Los árboles alrededor parecen estar a punto de quebrarse o arañar: son solo esas uñas que sacan en invierno. El único verde real, el único verde desafiantemente vivo es el de ese árbol que parece gritar: «¡Yo soy verde, verdísimo! ¡Y se la calan!».
(3)
En Turín no hay flores. Las pocas que he visto están en los paños y en los vestidos que cuelgan y se agitan en las ventanas. Es lo que podríamos llamar «los jardines colgantes de Turín».
(4)
El cielo de Turín, luego de haber llovido, cae y se pone violeta, se ojeriza, como si llover, llorar y trasnochar fuesen lo mismo. Se puede decir que cuando llueve de noche, Turín ha estado pernoctando, ha estado lloviendo o llanteando en vela.
(5)
Torino se esfuma y reaparece
entre el sueño y la vigilia
de la niebla.
(6)
Las aguas turinesas, las aguas de los ríos de Turín —del Sangone, del Dora, del Po—son verdes: un verde longevo, turbio, ensimismado. Como si la ciudad se hubiera levantado sobre un musgo de leva, un musgo de fondo y hubiese vertido las aguas de un estanque sobre sus ruinas.
(7)
20 de marzo, 2015. Titular de La Reppublica: «Primo giorno di primavera: arriva il “Sole nero”».
Enseguida, me uní al escándalo y a la rebelión de las gaviotas, ¡la primavera de Turín!, indignadísimas —como yo— por la tiranía de un malavenido sol negro. ¡Y cómo no!
Lorena Briedis
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