Entre 1996 y 2003, fue alumna en el Taller de Escritura de Madrid, donde recibió un maternaje literario, y en 2007 se licenció en Filología Hispánica.
Desde 2005, reparte su tiempo entre la escritura de relatos y la docencia en varias modalidades (talleres escritura creativa, literatura erótica, relato breve), tanto en centros públicos como privados.
Ha publicado artículos como «El relato erótico» para Triadæ Magazine. Ha prologado y seleccionado relatos para Tejiendo Palabras (2007).
Ha publicado relatos en diversas antologías: «Cuando los minutos sumen nueve» (Cuadernos del matemático, 2010), «Noche de reyes» (Segunda parábola de los talentos, 2011), «Tierra estrecha» (PervertiDos, 2012), «Fantodio o la enfermedad de los sanos» (La Carne despierta, 2013, que también ha sido traducido al francés) y «Los normales» (Píkara Magazine, 2018).
Como nosotros es su primer libro de cuentos.
La carne despierta
Relato
Gens
2013
Segunda parábola de los talentos
Relato
Gens
2011
Reseñas, entrevistas o artículos
- Mujeres sin Mordaza: Literatura erótica, Radio Clístenes
Entrevista a la profesora
La inspiración sirve, pero cada vez estoy más convencida de lo interesante y útil que es pulirla. Es más, me atrevería a decir que está sobrevalorada cuando se concibe como una musa que dicta palabra por palabra y justo en ese orden lo que ir escribiendo. Es una creencia falsa. En todo caso, la inspiración es el resultado de un proceso creativo en el que intervienen los miedos, los sueños, lo que sabemos y también lo que no sabemos, los intentos fallidos, y la práctica, la práctica, mucha práctica, esa que no se ve y con la que parece que el texto se escribe solo. Yo creo que a las musas (o a los musos, por qué no) hay que seducirlas, engañarlas, ignorarlas y volver a seducirlas. Por otro lado, la escritura es un arte solitario que se alimenta cuando se comparte. Eso viene de antiguo. Pienso en Flaubert, por ejemplo: antes de publicar leía a sus amigos las páginas escritas y, antes de eso, las leía en alto para ver cómo sonaban (la letra por el oído entra). Y los talleres son un poco esa parte del proceso. A escribir no se enseña, ni a soñar, ni a inventar ni a tener genio, pero a pulir eso que bulle dentro, sí.
Hace años, Bruno Bettelheim me sedujo con dos ideas del prólogo de su Psicoanálisis de los cuentos de hadas. La primera, que los cuentos para niños no son mero entretenimiento, pueden ayudar a encontrar el sentido de la vida, descubrimiento que me llevó a preguntarme por el mío. La segunda, la diferencia entre los personajes a los que les pasan cosas y los personajes que, para bien o para mal, hacen cosas. Y con el tiempo ese hacer se convirtió en poner mis conocimientos y mi experiencia al servicio de toda aquella persona que empieza a escribir. Me siento útil ayudando activamente a encauzar la creatividad.
Creo que lo más difícil es enseñar respetando la idiosincrasia de cada persona. A mí me seduce el juego dialéctico entre el saber docente y estilo o la voz de cada alumno, de cada alumna. Se parece un poco a la labor del corrector de estilo: no se trata de cambiar los textos de los alumnos, sino de hacer que, dentro de su estilo, brillen más. Encontrar la propia mirada y descubrir las voces que anidan dentro de cada uno es el objetivo de mi metodología.
Con independencia de su nivel a la hora de escribir, me interesa que aprendan una cosa: no se trata tanto de escribir bien, sino de verdad. Les insto a que sigan practicando con los géneros que más les gusten y que no se cierren a probar otros una vez acabado el curso o determinado taller, pues la escritura es una carrera de fondo y con la que se aprende, como todo, cuanto más se práctica. Bajo esa premisa, si algo exijo a mis alumnos es que no me cuenten que el texto que van a leer lo han escrito esa misma tarde, en el metro, de camino al aula…
Sobre todo de respeto y de amabilidad. El resultado de ello es que cuanto más cálido es el vínculo del grupo, mejor se trabaja y mejor nos lo pasamos todos. Me gusta que los grupos lo sean dentro de clase, pero también un poco fuera.
Tanto en los talleres presenciales como en los virtuales propongo el intercambio de opiniones, reflexiones, textos, saberes. De hecho, ocurre a menudo que ellos aportan una lectura más fresca que la mía, apoyada en el saber teórico. Ese tándem docente-alumno me resulta muy atractivo. Y también lo diferentes que son los textos con una misma propuesta. «Cada persona es un mundo, haz turismo», me decían cuando era adolescente. Y zambullirse en la escritura de los demás es un poco eso. Además, los alumnos me enseñan a renovar mi mirada. Trabajar con ellos es una invitación constante a seguir escribiendo.
El saber se da por hecho, dado que no es una cualidad, así que por lo menos tres: la capacidad didáctica, la empatía y el manejo de las dinámicas de grupo. Y, sobre todo, el contagio. La pasión por la lectura y por la escritura, además de enseñarse, se contagia.
Por un lado, me gusta incidir en que, más allá de la técnica, hay que atreverse a escribir con las tripas. Y, por otro, me gusta que aprendan a distinguir la voz censora de la crítica, porque una no sirve para nada y no se calla, y la otra, aunque parezca controladora, la podemos poner al servicio de lo que se quiere contar. También hay una idea rectora en mi metodología: una cosa es descartar una técnica narrativa porque no sabes utilizarla y otra descartarla porque la conoces pero prefieres otra estrategia.
Imposible escoger un solo nombre, el que más… Así, a bote pronto, pienso en Henry Miller y en Anaïs Nin, pero también en Ray Bradbury, Adelaida García Morales, Unica Zürn, Richard Ford, Toni Morrison… La lista sería bastante larga. Ahora mismo estoy leyendo un ensayo, Happycracia, de Edgar Cabanas y Eva Illouz; y una novela, Escrito en el cuerpo, de una autora a la que acabo de descubrir, Jeanette Winterson.