Ha publicado los libros de cuentos Flores para Irene (Premio Santa Cruz de Tenerife 2003), En algún cielo (Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2006) y El desvío (Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián 2007). En 2020, su cuarta colección de cuentos, La claridad, obtuvo por unanimidad el VI Premio Internacional Ribera del Duero.
También ha publicado libros de prosa poética: Arder en el invierno y Pequeños pies ingleses. Y las novelas La mala espera (Premio Ciudad de Getafe de Novela Negra 2009 y Segunda Mención del Premio Clarín de Novela 2005), Moravia, y Subsuelo (Premio Dashiell Hammett, Premio Tenerife Noir, Premio Novelpol, todos en 2016).
Parte de su obra fue seleccionada en campañas de fomento a la lectura y traducida al francés, italiano, checo y búlgaro.
A principios de 2001, por varias razones –todas voluntarias–, Marcelo Luján se radicó en Madrid, donde vive en la actualidad. Trabaja como coordinador de actividades culturales y talleres de creación literaria.
Reseñas, entrevistas y artículos
- El Cultural / El Mundo :‘La claridad’ entre sombras de Marcelo Luján
- La Nación :La «gustosa perversión» de Marcelo Luján, el argentino que ganó hoy en España el premio Ribera del Duero
- Babelia / El País :Mira: está sangrando
Entrevista al profesor
La frase me resulta un tanto pedante y, como afirmación, muy discutible. Creo firmemente en que cualquier persona —con voluntad— puede escribir textos de ficción (cuentos y novelas, por centralizar la ficción en sus dos géneros más populares). Ahora bien, la buena literatura, la literatura de calidad, no se consigue de un día para el otro y mucho menos en las primeras incursiones. Para lograr un texto sólido (sobre todo en ficción) es indispensable la lectura, la reescritura, y el manejo preciso de todos los recursos narrativos (quiero decir saber ponerlos al servicio de la historia). Aprender a escribir es aprender a reescribir, a saber leer nuestros propios textos y, fundamentalmente, aprender a tomar decisiones (qué quiero contar, cómo lo voy a contar, etcétera). Todas estas cuestiones, teóricas y prácticas, son absolutamente «trasmitibles».
Retomo la respuesta anterior y digo que para mí es un verdadero placer poder trasmitir mis experiencias como autor a personas que demuestren un claro interés por la creación literaria. Poder trabajar con ellos la utilización de recursos, incentivarlos, saludar los aciertos y marcar los errores, siempre desde lo constructivo. Es algo hermoso comprobar el crecimiento de una persona que da sus primero pasos en la escritura de ficción. Y también quienes ya tienen experiencia, porque podemos ver cómo absorben y aprovechan los comentarios, los consejos y las opiniones. Doy clase desde hace veinticinco años, empecé a coordinar talleres de escritura en la universidad, en el Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), en aquel caso como moneda de cambio: daba cursos y el Centro de Estudiantes no me cobraba los apuntes (material de cátedra) de las asignaturas. Era muy joven pero ya tenía publicaciones y, sobre todo, tenía muy claro que me iba a dedicar a esto.
Sí, por supuesto, me siento libre. No creo que un taller funcione si profesor o profesores y alumnos no sienten libertad a la hora de expresarse (en el aspecto crítico los primeros, y en el aspecto creativo los segundos). Un taller no es una asignatura y las obligaciones siempre están supeditadas a la voluntad, a las ganas de escribir, y al interés por la participación. Todos los factores de un taller deben aportar. Escuela de Escritores tiene una mecánica idónea para el aprendizaje.
A mis alumnos les pido una única cosa: que escriban, que lo intenten, aun cuando sientan que no pueden, que no se les ocurre nada. Para ello tienen que tener ganas, no sólo de sentarse a escribir, sino de convertirse en creadores. Ganas de contar, de generar mundos, historias, personajes. Contar es una de las cosas más bonitas que existen en la vida. Y lo mismo quiero de ellos cuando acaban el curso: que sigan escribiendo, que lo sigan intentado porque más temprano que tarde, con voluntad y esfuerzo, lo lograrán. Y es esto mismo lo que exijo de mis alumnos: ganas.
El clima ideal de un taller es el de la interacción grupal y el del trabajo individual. El alumno que escribe y, además, comenta lo que escriben sus compañeros, es un alumno que genera entusiasmo y que convierte el aula (presencial o virtual) en un espacio vivo, ágil. Es lo que procuro que suceda en mis grupos. También que los alumnos se conozcan (desde la escritura) y dialoguen o intercambien opiniones entre ellos. En definitiva: que entiendan que hay riqueza (y aprendizaje) en lo que escriben los demás alumnos.
(Para los profesores que son escritores.) Saber volcar la experiencia personal (y única) a los alumnos. Saber explicar cómo deben tomarse las decisiones narrativas (tan importantes a la hora de escribir ficción) de modo correcto. Un buen profesor debe, además, comprender la capacidad creativa de cada uno de sus alumnos. Soy de los que prefieren los grupos heterodoxos (en todos los sentidos) porque en tales casos todos incorporan conocimientos. No sólo se aprende de un texto bien logrado. En las fases de aprendizaje, detectar los errores narrativos es tan importante y saludable como disfrutar de los aciertos.
En la cohesión, en las voces narrativas y en los aspectos paratextuales. Cualquier relato (sin importar el género al que pertenezca), se autodestruye, se derrite, si carece de cohesión. Algo parecido sucede con el discurso directo (con las voces de los personajes): al mínimo error, dejan de sostenerse (¿hay algo peor que un personaje hablando por fuera de su registro?). Y los aspectos paratextuales, a veces visibles en el lector pero siempre fundamentales para el escritor. Los procesadores de texto son herramientas de gran ayuda a la hora de construir un texto de ficción (mucho más de lo que los alumnos, en general, puedan imaginar). Entre otras virtudes. ¿se imaginan cómo sería escribir Anna Karenina o Rayuela sin las facilidades que nos brinda un procesador de texto?
Es muy curioso (y bonito) porque se retroalimentan. Escribir, leer, comentar aciertos o errores son, en todas las instancias, tareas hermanas. Ver cómo un alumno toma decisiones narrativas, cómo describe o construye un escenario (cómo sufre y disfruta) nos recuerda, a los profesores-escritores, el verdadero origen de la creación literaria. Algo que no se debe olvidar jamás. Por otra parte (en mi caso), en algunos debates suelo traer a colación, según corresponda, fragmentos o situaciones en las que estoy trabajando, para enseñar una dificultad y cómo decidí resolverla. Y cómo esa resolución me va a permitir avanzar. Este tipo de actividad es muy saludable tanto para el alumno como para mí.
Ahora mismo estoy leyendo cuentos (un género que jamás podré abandonar). Y para que no se enfade ninguno de mis amigos escritores, puesto que son varios a los que admiro pero no a todos, a la primera pregunta voy a responder Javier Marías, a quien no conocí personalmente pero siempre consideré (esto lo he declarado muchas veces) el mejor escritor español contemporáneo. ¿Por qué? Por muchas cuestiones que me llevarían una docena de folios resumir. Digamos que por el manejo (extraordinario) que tiene de la puntuación. Por su modo casi burlón de plantear la temporalidad (me refiero al tiempo del binomio tiempo-espacio). Y porque es uno de esos autores que al leerlo me generan unas ganas incontenibles de sentarme a escribir.