Juana Márquez es licenciada en Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid y ejerce como profesora de Secundaria en esa especialidad desde el año 1996, compatibilizando su trabajo docente con la escritura.
Además, desde 2012 ejerce como profesora en Escuela de Escritores de Madrid y en la sede de Escuela de Escritores en Alcalá de Henares, donde imparte clases de Escritura Creativa, Relato y Novela, tanto en la modalidad presencial como a distancia. Algunos de estos cursos han culminado con la publicación de los libros de relatos Con mala letra, Escrito la noche anterior, Punto y seguido, VTT (Vicios de transmisión textual), Papelera de reciclaje, No mates a la madre y Lo que nos sale del sótano.
También imparte clases de Escritura Creativa y Relato en la Escuela de Escritura de la Universidad de Alcalá. Uno de estos cursos culminó con la publicación de la antología de relatos Cartas de desamor y otras adicciones.
Ha publicado dos libros de relatos La reina de los locos y A contrasombra. Además, ha participado en las antologías Watchwomen: narradoras del siglo 21 y Adentro de tu máscara relampaguea la noche. Publicó en 2010 la novela Desnudando a Barbie (Gens Ediciones), y en 2017 publicó Minä, con la que ganó el primer premio XI Ediciones Oblicuas en la categoría de Novela.
Desnudando a Barbie
Novela
Gens Ediciones
2011
La reina de los locos
Relato
Editorial: Enigma
Año de edición: 2010
A contrasombra
Relato
Watchwoman: narradoras del siglo XXI
Antología
Institución Fernando el Católico
2006
Algo que contar
Antología
AQC
Escrito la noche anterior
Antología
AQC
Entrevista a la profesora
El escritor nace, claro que sí, como cualquier otro hijo de vecino. Nace un buen día y después, poco a poco, se va formando en esto del lenguaje y de la escritura. No creo que sea necesario que especifique los pasos. El escritor nace, y un día como cualquier otro, se encuentra —muy niño aún— con que las palabras que dice y oye y que arman historias se pueden escribir. La m con la a, la p con la e. Así, en muy pocos años, el escritor ya ha hecho dos cosas: nacer y aprender a escribir. De ahí a que lo que logre escribir sea algo digno de ser llamado literatura va un trecho largo. Puede ser muy largo. Muy, muy largo. Es decir, que no llegue nunca.
El escritor debe tener unas características básicas con las que, de una manera u otra, nace. Debe tener deseo de escribir, debe tener esa conexión íntima que todo escritor tiene con los libros que lee, ese modo de hablarse a sí mismo que conecta con lo literario, un modo de entender el mundo a través de la palabra escrita. Pero eso no es todo. A partir de ahí, toca aprender, luchar, tachar, romper, reescribir, volverlo a intentar. Queda sufrir. Y saber que un escritor es un ser que siempre está naciendo, porque nada de lo ya realizado sirve para el día posterior.
Así, en resumen, yo diría que todo escritor nace mal escritor. Es labor del trabajo diario, de la humildad y de las buenas compañías (un buen profesor es la mejor compañía) que se convierta en un buen escritor.
Yo soy profesora de matemáticas. Empecé a dar clase muy joven, y la primera clase que impartí fue de Lengua y Literatura. En la escritura, la primera vez que me animé a estructurar y dirigir un taller (en mi casa) fue con amigos y amigos de amigos. Yo soy profesora porque me gusta: he dicho una obviedad, pero es así. Me motiva, me seduce, me fascina tener la labor por delante de trasladar (de la mejor manera posible) mis conocimientos y mi ayuda a los alumnos que componen un aula. Se me pasa el tiempo volando, disfruto. Y después, a posteriori, cuando ya las clases han terminado, me gusta saber que los alumnos han dado un paso hacia delante. Cada uno a su manera, desde su punto de partida, pero hacia delante. En lo referente a la escritura, me encanta cuando un alumno siente y expresa que ha logrado su objetivo, ser un poco el timón que los guía y la empresa de limpieza (“elimina esto”, “por ahí vas muy bien”).
Yo soy matemática, y lo utilizo. Sé que las cosas tienen un orden, un criterio con el que se crece en dificultad y complejidad. Me explico. Me gusta la escritura-teorema: saber y contar a mis alumnos que dispongo de muy pocos elementos (los axiomas) y que quiero llegar a una conclusión (el desenlace, de un relato podría ser) del modo más sencillo y más elegante posible. Sin nada que sobre y nada que falte, como una pieza de ingeniería. Así es en un relato, así es en una escena, así debe ser en una novela. Aplicamos modo de pensar “matemático” para que el resultado no sea un desparrame, sino algo sólido, pequeño o grande pero perfectamente engranado. No me gustan los flecos, las grandes enseñanzas a medias. Me gusta lograr un objetivo. Mis clases no son discursivas, sino que se dirigen a un lugar concreto: el proyecto que tenga en mente el alumno. Así, me divierto como si construyera a la vez tantos puzles como alumnos hay en el aula. Ayudo a buscar las piezas y que encajen, muestro continuamente con ejemplos. Soy de la escuela heurística: doy prioridad al descubrimiento. Primero el ejemplo y después la teoría. Entiendo el aprendizaje como una construcción a la que hay que añadir en cada paso muy poco más, atendiendo siempre a los cimientos.
Y sí, me siento completamente libre a la hora de aplicar mi criterio pedagógico.
Cuando comienza el curso les pido compromiso. Ellos quieren “ser escritores”, quieren “contar una historia”. Les pido que visualicen su deseo y que se comprometan con su consecución. Compromiso, esfuerzo y tolerancia a la crítica, también. Cuando termina suelo ser muy pesada: sigo por Internet. Me pasa siempre. Les pido que reescriban, y hacemos trabajo de edición. Sea como sea, el resultado del proyecto ha de ser visible. Los jóvenes (me estoy refiriendo en esta pregunta a la enseñanza de la escritura para jóvenes) no quieren aprender a jugar al baloncesto sin ver una canasta, ni quieren aprender pintura mirando cuadros en un museo. Ellos quieren “hacer”. Y para eso hace falta que el texto, al final, se cierre del todo, en la medida de lo posible. Así, si quieren continuar escribiendo, sentirán que se han quitado un lastre (la historia que llevaban encima), que ha sido muy gratificante, y que la siguiente será más grande y mejor.
A los jóvenes escritores solo les exijo compromiso, atención, ganas de mejorar. Y, sin decírselo jamás, exijo que se diviertan con la escritura (me lo exijo).
Un clima de complicidad y de compañía en esto tan solitario que es el oficio de escribir. Con los jóvenes es sencillo: ellos quieren hacer grupo allá donde van, ya sea a un campamento de verano, a un hospital o a hacer un viaje alrededor del mundo. Así que lo primero que hago es crear un grupo de Whatsupp (en el que yo no estoy, por supuesto) y lograr que hablen. Primero con algún juego (que hablen los personajes que están creando, por ejemplo). Después… Después ellos mismos saben qué hacer, puedo asegurarlo.
Sí, desde luego. “Si quieres aprender, enseña”. Mis alumnos me enseñan infinidad de cosas y, cuando se trata de jóvenes, me transmiten la idea tan refrescante del “todo es aún posible”. Ellos se esfuerzan, simplemente se esfuerzan, no hablan del mundo editorial ni critican al autor que —siendo menos que ellos, quién lo podría negar— ha sido galardonado con no sé qué premio literario. Aún no hay mafia, no hay rencores (sí hay envidias…). Ellos escriben de la única forma en que se puede escribir: “pasando” de todo lo externo, divirtiéndose y enfrentándose a sus propias dificultades. Eso aprendo.
Ser escritor es la cualidad imprescindible, pero jamás ir de escritor. Un buen profesor de escritura es un buen analista, un crítico profundo de uno mismo y sus trabas a la hora de escribir, un conocedor de la técnica, un sabedor de los impulsos y de los deseos y de los impedimentos que todo escritor siente a la hora de enfrentarse a un texto. Un buen profesor de escritura tiene que estar un escalón por encima, o varios escalones por encima y saber cuál es exactamente el paso que tiene que dar el alumno para subir en esa escalera.
En la estructura y en la escritura automática. Dos caras opuestas, parece, aunque no lo sean. En la libertad que uno debe darse a sí mismo para escribir mal (mientras escribe) y en la crítica que uno debe ejercer sobre sí mismo para elaborar con lo que escribe un texto sólido. O lo más sólido posible, dentro de cada grado de aprendizaje.
Como todo lo demás. Siempre digo que escribo porque vivo (a nadie se le ocurriría preguntarme por la siguiente respiración, o si me han premiado una taquicardia). Escribo, mal o bien, en proyectos a veces más “publicables” y a veces menos. Pero yo compagino todo lo que hago, cualquier cosa, con la escritura.
He tenido un montón de escritores favoritos. Mi primer escritor favorito fue Gabriel García Márquez. Me lo leí todo de un tirón, siendo una niña, casi. ¿Por qué? Porque fue la primera vez que sentí que dentro del libro había vidas, seres que sentían y que respiraban, la creación de un universo. García Márquez no solo contaba historias, no solo narraba acontecimientos o describía paisajes, García Márquez era un creador de vida humana. Es lo más fascinante: el arte de la escritura es creación, no repetición ni intelecto. A partir de ahí me enganché y, como ya he dicho, he tenido muchos escritores favoritos. El último: James Joyce. Un creador osado, muy osado. El más osado de todos, y el más inteligente, el sabedor más profundo del modo de trasladar lo humano a papel. Es mi opinión, claro está.
Estoy leyendo Absalón, Absalón, de William Faulkner. Es el primero de la lista recomendada por mi amigo Nacho Ferrando.