Iván Repila es escritor, editor y gestor cultural. Autor de las novelas: Una comedia canalla (Libros del Silencio, 2012); El niño que robó el caballo de Atila (Libros del Silencio, 2013; Seix Barral 2017), traducida al italiano, francés, inglés, coreano, holandés, rumano, japonés y persa; Prólogo para una guerra (Seix Barral, 2017) y El aliado (Seix barral, 2019). Autor de relatos publicados en el diario El Correo, el Premio Bizkaidatz de la Diputación de Bizkaia y en las antologías El Quijote a través del espejo (2016), Historias de San Mamés (2015) e Ilustrofobia (2014).
Articulista habitual en la revista Primer Acto y en el diario Bilbao. Cofundador de la editorial Masmédula Ediciones, especializada en poesía. Autor de las obras de teatro Diez y Huésped, que se representaron en el Pabellón 6 de Bilbao.
Gestor cultural para diversos organismos e instituciones nacionales e internacionales en la producción, coordinación y dirección de congresos, encuentros y festivales de teatro, música y danza. Profesor de literatura en talleres de lectura y escritura creativa para distintas escuelas del País Vasco.
El jardín del diablo (Seix Barral, 2024) es su última novela.
Una comedia canalla
Novela
Libros del Silencio
2012
Entrevista al profesor
Escribir no es una ciencia exacta, y no creo en grandes frases que puedan definirlo. Creo que se puede enseñar la técnica, desde luego, desde los niveles más básicos hasta los más complejos; pero lo que distingue, en mi opinión, a un escritor de alguien que «escribe bien» es la mirada y la intención. Y esto es algo que, como profesor, se puede estimular y alimentar, pero la semilla inicial, ese deseo de comunicar a través de las palabras y hacerlo, además, con una voz propia, debe estar previamente en el alumno. No lo definiría usando la palabra «vocación»; quizá el término adecuado sea «hambre».
Siempre digo que la literatura no es un oficio tan solitario como dicta la creencia popular. Podemos mejorar como escritores, y mejorar nuestros textos, haciendo partícipes de ellos a personas de confianza, otros escritores y lectores inteligentes. Ser profesor no es solo enseñar, sino compartir ideas, establecer puentes y generar espacios de confianza. Por ejemplo, para aprender de las críticas y ser capaz, después, de mirar la propia obra con la distancia suficiente para corregirla y revisarla. Los alumnos y los profesores se enriquecen mutuamente, y cuando lo descubrí, en mis primeras clases, descubrí también lo fantástico que resulta vivir esta pasión acompañado.
Cada grupo de alumnos y cada tema exigen metodologías diferentes. Soy muy flexible en ese sentido. Para mí, lo más importante es dejar claro que el trabajo que realizamos en clase es siempre un borrador, un ejercicio cuyo sentido es ayudarnos a mejorar, y eliminar la ansiedad de querer escribir algo perfecto, una obra maestra. Esto permite encajar las críticas con serenidad y aprender de los propios errores. Escribir es el mejor trabajo del mundo, y trato siempre de recordárselo a los alumnos: esto no debe hacernos sufrir, sino todo lo contrario.
Depende de los alumnos, claro. La exigencia se mide en función del nivel con el que el alumno llega al curso y de sus propias aspiraciones, y el objetivo es que cada uno de ellos saque lo mejor de sí. Tal vez la única petición común a todos ellos es que, si van a escribir, lo hagan en serio, entregándose al papel, pensando, y no simplemente por cubrir el expediente. Y, si es posible, que escriban todos los días.
Una combinación entre curiosidad, interés y buen humor. Y en el ámbito personal, íntimo, ganas de explorar las inmensas posibilidades expresivas de la escritura.
Desde luego. Los alumnos, en tanto que escritores en potencia, son a su vez profesores, sin darse cuenta. Su mirada, su forma de entender un texto e interpretarlo, su imaginación… De todo ello, inevitablemente, nos empapamos los demás, yo incluido.
Tener paciencia y saber ganarse la confianza de los alumnos, para que se sientan libres para preguntar y atrevidos a la hora de realizar sus propuestas.
En el aspecto formal, me interesa la musicalidad de la prosa, el trabajo con el ritmo, la poética; en los contenidos, desarrollar un imaginario propio.
Aunque en ocasiones van de la mano, porque las ideas suelen surgir en espacios de creatividad, como es el caso de la escuela, para mí son tareas fáciles de compaginar: cuando no estoy impartiendo clases, escribo. Y si no estoy haciendo ninguna de las dos cosas, cocino. Cada uno tiene sus vicios.
Albert Camus, porque me descubrió que la literatura era algo mucho más grande que un entretenimiento o una afición. Ahora mismo estoy leyendo Las islas vertebradas, de Juan Manuel Gil. Pero sí me parece importante subrayar que leo, habitualmente, mucha literatura española y latinoamericana contemporánea. Me gusta saber qué están pensando y escribiendo las autoras y autores de mi generación y de las generaciones cercanas. Creo que es fundamental para todos los que vivimos la literatura con pasión, y sin duda para aquellos que, como la mayor parte del alumnado, tiene interés en participar del relato creativo de nuestra época. Una novela no puede cambiar el mundo, pero puede sembrar la semilla de una idea que, en el futuro, nos afecte a todos.