Nació en Segovia en 1982 y ha viajado por todo el mundo desde su adolescencia. Esta curiosidad le llevó a vivir en tres continentes y, después de trabajar más de ocho años en Google como ingeniero informático, decidió centrarse en la literatura. Así es como se graduó en el XII Máster de Narrativa y en III Diploma de Especialización en la Enseñanza de la Escritura Creativa de la Escuela de Escritores.

Héctor se dedica al mundo del coaching y la mentoría en el campo del desarrollo profesional y laboral, tanto en ámbitos universitarios como empresariales. En sus propias palabras: «Me gusta crecer viendo crecer». Además, tras más de veinte años como docente, tiene la suerte de combinar sus dos grandes pasiones: la enseñanza y la escritura.

Le inquieta la desconexión entre la era digital y los valores humanos, y le han inspirado obras como El proceso de Kafka o Sostiene Pereira de Tabucchi, en las que sus personajes se enfrentan a sus propias identidades por la opresión de modelos sociales sin escrúpulos. En 2022 terminó de escribir su primera novela, El telón de Oswald, y ha publicado varios relatos en revistas y otros medios digitales.

Entrevista al profesor

Por supuesto que se puede aprender a escribir. Por otro lado, más que enseñanza diría acompañamiento con el que guiar al escritor. Puede haber personas con una sensibilidad privilegiada, pero un escritor tiene que dominar las no pocas técnicas narrativas, leer a los grandes maestros y maestras, y aprender a canalizar las inquietudes que lleven dentro. Todo conforma un dominio extraordinariamente rico que lleva años definir y, si es a través de alguien que sepa ir mostrando esas herramientas en el momento preciso, el aprendizaje es mucho más profundo y efectivo.

Para mí la docencia es una manera de ayudar a identificar las pasiones y fortalezas de alumnos y alumnas. Los humanos sentimos una fuerte atracción y respeto hacia las personas que disfrutan durante un proceso de aprendizaje y expresión, y la docencia es el placer de acompañarlas en ese camino y poner a prueba los moldes de los que partan.

Comencé a dar clases a los diecisiete años siguiendo mi propio instinto. Lo curioso es que no fui consciente de mi pasión por la docencia hasta que había estado quince años en ella; siempre lo había enmascarado con el que se suponía que era mi trabajo principal como ingeniero. Algo que siempre me ha empujado a ser profesor es el deseo de mejorar procesos educativos para hacer la información más accesible. En el caso de la docencia, sí considero que un profesor no solo se hace, sino que también nace.

Confío en la enseñanza a través de la pregunta. Cuando se identifica un problema en un texto, es mucho más poderoso que alguien se lleve una reflexión en lugar de una lista de razones por las que su trabajo no funciona. En la reflexión se estiran los límites de conocimiento, mientras que una serie de consejos, por muy bien direccionados que estén, pueden no ser apropiados para el momento particular del alumno. La pregunta da paso al diálogo y es ahí cuando se pueden introducir píldoras de conocimiento que la persona esté preparada para escuchar.

Les pido que piensen en qué quieren conseguir porque cada persona debe tener sus propios objetivos. Da igual el nivel que tengan: me gusta que reflexionen en lo que quieren cada uno de ellos al margen del programa. Lo que para alguien puede ser un fracaso, para otro puede ser la mayor de las victorias. Mi responsabilidad es acompañar a los alumnos en ese proceso y desafiar sus límites para que saquen su mejor versión. El nivel de exigencia varía mucho en función de la persona: hay gente que se motiva con grandes retos y otra que necesita dar pasos cortos. Ambas fórmulas son igual de válidas porque no se trata de perseguir una meta, sino de trazar un camino.

Sobre todo un clima de confianza. Es un cimiento complicado de asentar, pero sobre el que se pueden construir torres muy altas. Si hay confianza, hay espacio para el humor, para equivocarse, para escuchar críticas, para saltarse las normas si es necesario, para desafiar. La receta de la confianza la tengo apuntada en mi cuaderno de notas, pero tiene un ingrediente secreto 😉

Mucho. Muchísimo. Me mantienen alerta de lo que debo seguir aprendiendo para ser mejor profesor, me hacen preguntas que nunca me había hecho, me inspiran y motivan a través de su trabajo y me obligan a dar infinitas vueltas a una idea para ver cómo la puedo transmitir. Es una fuente inagotable de conocimiento.

Un profesor o profesora de escritura tiene que haber pasado por muchos momentos similares a los que pasan sus alumnos. Desde seguir recibiendo educación de vez en cuando para no olvidarse de lo que implica, hasta haber sentido la frustración cuando un relato o una novela no avanzan. Un profesor nunca va a estar dentro de la cabeza de ningún alumno, pero sí debe acercarse todo lo posible a los caminos por los que pasen.

Me encantan todos los aspectos relacionados con la sensibilidad. Lo más complicado que hay para alguien que enseñe cualquier materia relacionada con el arte es mostrar cómo establecer un puente entre sus sentimientos y la creación. Si bien disfruto enseñando aspectos técnicos porque pueden ayudar en muchos momentos, lo que más me gusta es mostrar cómo alguien puede llegar a emocionarse a través de la escritura.

Estar rodeado de personas con ideas es contagioso e inspirador. La enseñanza me hace mejor escritor y escribir mejores historias me hace mejor profesor. Van de la mano.

Me quedaría con Kafka y cómo logra meter a sus lectores en atmósferas sin ser conscientes del camino que les ha llevado allí. A través de la ironía va construyendo historias que cada vez oprimen más al personaje y, a su vez, al lector. Pero también tengo que mencionar la bellísima escritura de Virginia Woolf.

Ahora mismo estoy leyendo El rumor y los insectos, de Ignacio Ferrando.

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