Es profesor de Escritura Creativa, Relato y Redacción Eficaz. Como autor, ha publicado Estado de excepción, finalista del Premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en 2017, y La Liga BBVA del español urgente. Sus relatos también han sido incluidos en las antologías Más allá de la medida, Por qué Lisa buscaba la Duras y Basta de comedia.
Desde el año 2012 forma parte de la Fundéu, donde redacta recomendaciones para fomentar el buen uso del español en los medios de comunicación. Con la Escuela de Escritores, imparte Redacción y Estilo en el Máster de Narrativa y ha sido profesor de Redacción Eficaz en cursos para empresas como Telefónica, Vodafone, Mercedes, Indra, Gómez-Acebo & Pombo, Iberia, así como para el personal administrativo de la Universidad Complutense de Madrid.
En los últimos años ha impartido conferencias sobre la presencia de los anglicismos en la Universidad de Alicante, la Universidad de Salamanca y la Universidad Pontificia de Comillas. También ha intervenido en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense para hablar sobre el uso de la terminología médica en los medios de comunicación.
Colaborador en el programa de radio De cero al infinito, en Onda Cero, también ha intervenido cada semana durante más de dos años en A diario, de Radio Marca, para aclarar dudas lingüísticas relacionadas con la actualidad deportiva.
Licenciado en Traducción e Interpretación, ha traducido al español más de noventa novelas rosa para Harlequin Ibérica, volcando del inglés al español, entre otras, obras de Nora Roberts y Kate Hoffman. Asimismo, ha trabajado como traductor dos años en Amnistía Internacional.
El libro de la Liga BBVA del Español Urgente
Manual de escritura
2018
Publicado por:
Fundeu
Por qué Lisa buscaba a la Duras
Relato
2010
Publicado por:
Molloy
Más allá de la medida
Relato
2010
Publicado por:
Gens
Basta de comedia
Relato
2009
Publicado por:
Molloy
Entrevista al profesor / Entrevista a la profesora
Escribir es un oficio y, como tal, se aprende practicándolo. Podríamos compararlo con la cocina: una cosa es alimentarse con los raviolis enlatados que yo me meto en el cuerpo y otra es saborear los raviolis de espinacas con salsa de cuatro quesos que te sirven en un buen restaurante italiano. Así como todos nos apañamos para «cocinar» en nuestro día a día, todos manejamos el lenguaje cotidianamente; sin embargo, es innegable que existen tanto cocineros profesionales como profesionales de la expresión escrita.
Por otra parte, no me cabe duda de que uno puede aprender a escribir por su cuenta; de hecho, apuesto a que Cervantes no asistió a ningún taller de escritura creativa (se lo perdió). Es más, también es posible encender hogueras en medio del salón para iluminarlo y calentarlo; pero coincidiremos en que es mejor -sobre todo, para la alfombra- aprovecharnos de lo que otros han descubierto antes que nosotros y prender la luz eléctrica y la calefacción. Aunque podamos ser autodidactos, ¿por qué no beneficiarnos de la experiencia de un buen equipo de profesores, capaz de ofrecer desde el principio las herramientas necesarias para comunicar de la forma más eficiente?
Un taller proporciona los medios para escribir con corrección y crear informes, poemas, relatos y novelas sólidos, dignos, merecedores de premios literarios en muchos casos. Luego, por supuesto, queda esa cuestión del talento innato, que distingue a los escritores excelentes de los simplemente buenos; pero incluso los escritores excelentes deben escribir, escribir y escribir todavía más si quieren sacar partido de tal talento. Definitivamente, el escritor se hace.
Veamos: tengo treinta y un años y me sigo debatiendo entre las ganas de ir asentándome y los ramalazos que me sacuden de tanto en tanto y que, por ejemplo, me han llevado a vivir sendos semestres en Argentina y Nueva Zelanda. He trabajado durante siete años como traductor, ahora me dedico a la enseñanza y, sinceramente, suelo disfrutar mucho en clase; pero, aunque considero que soy buen docente, tampoco me animo a colgarme la etiqueta de «profesor», ya que sigo con inquietudes -no desazones- sobre qué voy a hacer con mi vida y, quién sabe, lo mismo dentro de cinco años me dedico a embalsamar hormigas (siempre me he caracterizado por mi espíritu práctico).
Hoy por hoy, lo único que puedo afirmar es que siempre me ha encantado el lenguaje, jugar con las palabras, contar historias. Y es por este amor al lenguaje por lo que hace un par de años empecé a sentir el deseo de transmitir lo que yo he venido aprendiendo desde el colegio. Despertado el interés, comencé a moverme y tuve la suerte de conseguir una plaza de profesor en un instituto neozelandés; al mismo tiempo, «engañé» a los responsables de esta Escuela de Escritores para que me confiaran la dirección de un curso en línea de Redacción y Estilo. Desde entonces, me desvivo día y noche por defraudarlos.
Procuro recurrir al humor lo máximo posible. No se trata de que las clases sean una excusa para divertirse, en absoluto. Cuando explico, explico y me aseguro de que cada alumno despeje sus dudas; pero siempre es posible introducir un toque distendido al poner ejemplos o, simplemente, en respuesta a un comentario de algún alumno. En realidad, no es que procure recurrir al humor, sino que la vena chorra me sale de forma espontánea
Respecto a la segunda pregunta, disfruto de total libertad para aplicar mi criterio pedagógico. Sin embargo, innovo poco, porque así como el río Manzanares recorre Madrid ahora y hace veinte años igual, el signo de interrogación de apertura lleva el punto hacia arriba de toda la vida. En cuanto a las propuestas de trabajo, las que maneja la Escuela ya han probado su eficacia, de modo que solo cambio alguna si, después de varios trimestres, me canso de corregir las mismas actividades.
Soy exigente conmigo, pero he llegado a la conclusión de que no tiene sentido serlo con los alumnos. Les pido compromiso con la escritura, hago hincapié una y mil veces en la importancia de que redacten los textos con calma y de que les dediquen el triple de tiempo a revisarlos que a escribirlos; incluso les recuerdo que una obra solamente completa su sentido cuando es leída; que el tiempo libre escasea y que, por tanto, debemos agradecer a los lectores que elijan emplear el suyo en un texto nuestro; comento que es una falta de respeto no ofrecerles, por pereza de no repasar lo suficiente, nuestro mejor texto posible… Pero hasta aquí llego. Puedo insistirles en que asuman este compromiso, pero exigírselo excede mis funciones. Al principio me llegaba a molestar que un alumno reincidiese en un fallo simple, semana tras semana, por obvia desatención por su parte; luego, en algún momento comprendí que mi labor se limita a enseñar, mientras que aprender depende de la disposición de cada alumno. Felizmente, la inmensa mayoría termina aprendiendo.
Intento armonizar el compromiso del que acabo de hablar con el sentido del humor. En los grupos presenciales me resulta más sencillo crear este ambiente; por otra parte, en los grupos por Internet -que demandan del profesor muchísimo más esfuerzo- cada alumno se queda con las correcciones por escrito de los ejercicios de todos los compañeros, para revisarlos siempre que quieran. Cada sistema cuenta con sus ventajas. Para mí, lo más gratificante es que, por un medio u otro, participo de la evolución de los alumnos. La cantidad de información que reciben es enorme para interiorizarla en tres meses; pero este periodo sí es suficiente para hacerles tomar conciencia de cuándo pueden estar a punto de cometer un error, así como para adquirir el hábito de resolver las dudas consultando las fuentes adecuadas.
Je, cuando era alumno siempre me pareció una solemne chorrada esto de que los profesores aprenden de los alumnos. De verdad, yo lo oía y me preguntaba: «¿Qué demonios va a haber aprendido mi profesor de mí?, ¿a bostezar por las orejas, en señal de sumo respeto, los días que llego a clase doblado de sueño?». Pero ahora me doy cuenta de que ese intercambio es cierto: los alumnos me transmiten muchísimo entusiasmo, me preguntan algunas dudas que jamás me habían surgido y que me obligan a replantearme y enriquecer mis conocimientos; me enseñan a relacionarme con cada uno de ellos de un modo concreto, consolidan mi autoestima por el mero hecho de ofrecerme un espacio para enseñar… son un recordatorio vivo, constante y personal del deseo de querer saber, de la ingenuidad de esa mirada curiosa de quien quiere empezar a descubrir un terreno y seguir aprendiendo día a día. E insisto en lo de la «mirada curiosa»: no es un tópico barato, sino que de veras aprecio esa chispa especial, inocente e indagadora, en algunos de mis alumnos.
Saber de bujías y tener empatía con el embrague. Ahora bien, si el taller es de uno de nuestros cursos, dominar la materia que se imparte, seguir interesado en aprender, disfrutar escribiendo, crear un buen ambiente grupal, transmitirles a los alumnos que estamos en el mismo barco, ser capaces de reconocer dudas y errores propios (errores aislados, obviamente: admitir veinte errores por clase demuestra una sinceridad conmovedora, pero menoscaba la autoridad del profesor) y, sobre todo, mostrar empatía, es decir, detectar lo que cada alumno necesita y actuar conforme a tales particularidades; en cualquier caso, criticar sin ambages pero con mimo, reconocer los méritos y el esfuerzo de cada texto presentado.
He impartido un curso de Iniciación a la Escritura Creativa y bastantes más de Redacción y Estilo. En los de Escritura Creativa puedo orientar a los alumnos gracias a lo que yo he ido aprendiendo con los años. Así como para enseñar a sumar y restar no es necesario saber cálculo infinitesimal, me veo capaz de acompañarlos en este primer trecho de un curso introductorio. A partir de ahí, me consta que hay compañeros con muchísimo más conocimiento, experiencia e intuición sobre técnicas de relato, estrategias narrativas, etc.
Donde sí que profundizo es en todo lo concerniente al curso de Redacción y Estilo. No podría precisar un área concreta, porque tan pronto curioseo con un libro de sintaxis como abro al azar cualquier página de un diccionario de dudas o releo un manual de ortotipografía. Me voy a la cama con ellos: mi vida sexual es insatisfactoria.
Este pasado trimestre he llevado bastantes grupos, entre virtuales y presenciales, con lo que mi labor creativa ha quedado relegada. Por eso, en el trimestre actual me he hecho cargo de menos cursos. Sinceramente, aunque me gusta dedicarme a fondo a cada grupo, mi naturaleza es tirando a vaga («soy un jodío gandul», confesaría entre amigos), de modo que en cuanto trabajo más de lo habitual, se me cortocircuitan los plomos y la creatividad se me va al traste. Para escribir no solo necesito el tiempo de estar tecleando, sino tiempo ocioso para pensar, para obsesionarme con la historia y también para desconectar de ella a ratos.
Mi escritor favorito… a bote pronto, se me ocurren cuatro nombres: Mario Benedetti, Cortázar, Shakespeare y Kundera. Mario Benedetti por vivencias y sentimientos asociados (destacaría Poemas de otros y su novela en forma de diario La tregua); Cortázar por la bohemia de Buenos Aires y París en Rayuela, así como por Los premios; Shakespeare porque Romeo y Julieta es, sencillamente, una preciosidad, poesía pura, romanticismo y virtuosismo en la elección de las palabras; por último, Kundera por su compromiso social en La broma.
Ahora mismo estoy releyendo un grandísimo éxito de ventas: El libro tibetano de la vida y de la muerte, de Sogyal Rimpoché. No menciono títulos de ficción porque hace ya tiempo que apenas leo más que libros de budismo, sufismo, psicología, autoayuda y, cómo no, los que me «chuto» regularmente de sintaxis y gramática. Lo último de ficción que recuerdo es Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, de Enrique Jardiel Poncela, autor tan divertido -misógino, esto sí- como todos sus compañeros de generación.
Durante la carrera aprendí que, a menudo, un texto admite diversas traducciones. La traducción perfecta no existe -siempre hay pérdida-, pero sí cuatro o cinco aproximaciones de calidad. De modo que el objetivo no era encontrar la traducción, sino que los profesores nos instaban a que justificáramos cada palabra de cada posible traducción. Si queremos traducir house, por ejemplo, en español se nos vienen a la cabeza términos comocasa, hogar, vivienda, lar, morada… La cuestión, entonces, es ser capaces de defender por qué escogemos casa. Esta exigencia me habituó, por un lado, a familiarizarme con los matices de las palabras (casa pertenece a un registro neutro, hogar encierra un matiz cálido y familiar, vivienda puede ser un concepto urbanístico, lar aparecería en algún texto literario arcaico y morada podría hacer alusión al color de una de mis paredes); por otro, me acostumbró a buscar criterios con los que respaldar mis decisiones al revisar y corregir textos.
Para traducir, ante todo, hay que dominar el idioma hacia el que se traduce, el materno, lo cual se tiende a dar por sentado, pero no es en absoluto frecuente, ni siquiera entre universitarios. En definitiva, mi formación como traductor me ha inculcado rigor lingüístico, imprescindible para mi función actual de profesor.
El humor es una actitud que lo impregna todo. A mí me encanta hacer reír porque si una persona se ríe sinceramente, en ese segundo concreto está contenta, disfrutando de ese momento presente y preciso, despreocupada de la metedura de pata de la mañana y de la pila de trabajo que la espera al día siguiente. Y esa alegría, ya sea del público o de la amiga con quien me estoy tomando unas cañas, me viene siempre devuelta y multiplicada.
Luego, claro, me queda resolver las insatisfacciones que alimentan mis monólogos; por ejemplo, yo escribo sobre mi relación con las mujeres porque no siempre estoy contento con mi vida romántica. De un modo u otro, creo que todos escribimos para llenar vacíos. El problema es creer que la satisfacción que te producen unas risas o unos aplausos va a llenar dichos vacíos. Para mí, los elogios confunden, no porque se suban a la cabeza, sino porque proporcionan una satisfacción secundaria que dejan sin cubrir el vacío original. Y ahí está el engaño, el riesgo: en escribir para intentar corregir mediante la ficción aquello que nos falta en la vida real, en vez de escribir para escribir, como un fin en sí mismo, y arreglar lo que quiera que falle en nuestras vidas.
A mí me ha costado bastante darme cuenta de esto. Ahora, aunque sigo escribiendo monólogos -porque sí que me aporta un disfrute genuino en cualquier caso-, de un tiempo a esta parte procuro ocuparme más de cambiarme o aceptarme, para ir a la raíz de mis vacíos e inconformodidades. Con esto no quiero decir que el humor sea una máscara hipócrita, en absoluto; más bien, es todo lo contrario: una forma de crear distensión, espacio para no tomarnos a nosotros mismos tan trágicamente y aprender a convivir con nuestras insatisfacciones, acogiéndolas en vez de rechazándolas. Ese rechazo superpuesto añade mucha más tensión, mucho más sufrimiento, que la hipotética carencia inicial.
En cuanto a cómo se refleja el humor en mi faceta de profesor, digamos que a veces me pillo siendo demasiado intransigente, por ejemplo, con los usos debidos o indebidos de las mayúsculas. Defiendo mis argumentos apoyándome en veinte criterios, cito a tal lingüista, me opongo a determinada clasificación de la Real Academia de la Lengua, muevo Roma con Santiago… De pronto, me veo como un auténtico maniático, capaz de empuñar un hacha para defender una minúscula. Y tampoco es para tanto. Una cosa es que el alumno aprenda a expresarse y consiga que su puntuación favorezca la comprensión de sus textos; otra es llegar al extremo de discutir durante una hora por unas mayúsculas incorrectas, que en ningún caso van a entorpecer la comunicación. Entonces, cuando me sorprendo en medio de semejantes debates, el humor viene a mi rescate y crea ese espacio del que hablaba antes: aflojo y le digo al alumno que sí, que comprendo que para él su madre es importantísima y que, por eso, tiene razón cuando jura que Mamá se escribe con mayúscula (y letra gótica si hace falta). Claro que, de hecho, según este criterio de importancia, la palabra condón llevará mayúscula o no según queramos pasar una estupenda sesión de amor sin consecuencias o estemos buscando quedarnos embarazados. Comentarios así suelen arrancar sonrisas y, aunque ni el alumno ni yo nos hayamos bajado del burro, al menos dejamos de estar enzarzados y puedo seguir adelante con la revisión, consciente de que, en el fondo, este asunto concreto de las minúsculas no es tan crucial como a veces pretendemos los «fundamentalistas» del lenguaje.
Lo que pasa es que «me vendo» muy bien. Yo debería haber estudiado márquetin. Me expreso con mucho aplomo y la gente se queda con la idea de que «este tío controla un huevo». Y en parte es verdad, ¡qué narices! Pero también es cierto que tengo la suerte de compartir departamento con otros profesores tan amantes como yo del lenguaje, con los que es muy fácil trabajar y seguir mejorando. De acuerdo, es peloteo; pero no por ello deja de ser cierto.
Además, estoy en contacto con personas que me dan sopas con honda, que han reflexionado mucho más que yo sobre nuestro idioma y cuyas publicaciones son referentes ineludibles para todo estudioso del español. Estoy pensando, por ejemplo, en José Martínez de Sousa. Y en Federico Romero, amigo encantador y fuente de sabiduría y modestia, que no cuenta con manuales de su cosecha, pero que es un revisor excelente. Aunque ellos no se dedican a la docencia, sí que son un espejo en el que me miro; espero, cuando alcance su edad (y aquí igual me matan por la pulla), alcanzar también sus conocimientos. En la actualidad sé bastante… y me queda mucho más por aprender.