Es traductora, revisora y correctora profesional desde 1984. Se especializó en derechos humanos —trabaja para Amnistía Internacional y la Agencia de la ONU para los Refugiados, entre otros— y, posteriormente, en budismo tibetano.
En 1996-1997, coordinó cursos de iniciación en los Talleres de Escritura Creativa a Distancia Fuentetaja y, de 2008 a 2014, impartió en la Escuela de Escritores los cursos Iniciación a la Escritura Creativa y El gozo de escribir. Desde 2017, enseña Gramática y Estilo en el Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores.
Es autora de los libros de poesía Pequeños accidentes caseros (Ed. adamaRamada, 2004), La mirada oblicua (Ed. adamaRamada, 2008) y Cosas que me explica mi madre (Mil Madres, 2024) y coautora, con José Carro, de la Guía práctica para el uso del ordenador en la creación literaria. De la pluma a la araña (Ediciones Fuentetaja, Madrid, 1997). Figura en la antología poética La escritura plural. 33 poetas entre la dispersión y la continuidad de una cultura (Ars Poética, Oviedo, 2019), de Fulgencio Martínez.
Cosas que me explica mi madre
Poesía
2024
Publicado por:
Milmadres
La escritura plural. 33 poetas entre la dispersión y la continuidad de una cultura
Poesía
2019
Publicado por:
Ars Poética
La mirada oblicua
Poesía
2008
Publicado por:
Adamaramada Ediciones
Pequeños accidentes caseros
Poesía
2004
Publicado por:
Adamaramada Ediciones
Guía práctica para el uso del ordenador en la creación literaria. De la pluma a la araña
Manual de escritura
1997
Publicado por:
Fuentetaja
Es una delicia de persona y profesora. Ilustra con claridad conceptos primordiales para comenzar a escribir y propone acciones en sus chats. Corrige con habilidad y cariño los textos de los alumnos y demuestra gran sentido del humor.
Idoya Venero, desde Bilbao
Entrevista a la profesora
El escritor nace, crece, se reproduce (a veces) y muere, como todo ser vivo. Y casi todo lo demás, salvo esas funciones vitales, lo aprende; solo o en compañía de otros.
Supongo que lo preguntas porque todavía hay gente que cree en el mito romántico de que el escritor, como artista, es un ser especial, con una sensibilidad extrema, tocado por las musas o el dedo de Dios y ya está. Yo creo que, por el contrario, los escritores somos personas normales y corrientes (y los que se creen especiales suelen ser, además de normales y corrientes, del género aburrido). Como todo el mundo, tenemos facilidad para unas cosas y somos torpes para otras. Tenemos una relación especial con las palabras, eso sí, y, hemos aprendido (solos o en compañía de otros, como decía antes) a utilizarlas con eficacia para comunicar mediante ellas nuestra mirada sobre el mundo.
Incluso me atrevería a decir que ni siquiera esa mirada particular es tan especial, puesto que es la que el escritor comparte con sus lectores. Pienso que la diferencia entre el autor y sus lectores está en que el primero tiene la habilidad (desarrollada con mucha paciencia y esfuerzo, en horas de escritura y corrección) de poner en palabras una visión del mundo similar a la de otras muchas personas, y que esas personas son, precisamente, sus lectores.
¿Qué significa para ti tu labor como profesor? ¿Cómo y por qué comenzaste a impartir clase?
Me siento parte de una correa de transmisión de conocimientos y experiencias tan antigua como la propia humanidad (con perdón por la repipiez, pero es que no sé cómo decirlo sin que suene así de solemne). A mediados de los 90, y después de tres años de alumna de los Talleres de Escritura Creativa a Distancia Fuentetaja, me propusieron dar clases de iniciación a la escritura creativa y, aunque fue una sorpresa y nunca me lo había planteado, acepté (con todas mis inseguridades y miedos, y la sensación de que no tenía gran cosa que enseñar) porque enseñar (pertenecer a esa correa de transmisión) me gusta desde que tengo memoria.
Al cabo de dos o tres años dejé la enseñanza porque sentía que, al darle tanto espacio a mi parte analítica y racional, se estaba bloqueando mi parte creativa.
Más adelante (mucho más adelante) descubrí que no se trataba de dar más espacio a esa parte creativa en detrimento de la analítica, como si mi mente tuviera un espacio determinado, fijo, que hubiera que repartir redistribuyendo los tabiques, sino que ese espacio era, por el contrario, ilimitado y podía hacer ambas funciones sin que se interfirieran. Es más, descubrí que, si hay espacio suficiente, una y otra parte pueden bailar juntas y enriquecerse mutuamente.
Paralelamente, viví, en febrero del 2001, el nacimiento del proyecto de la lista Escritura Creativa, el foro de debate sobre creación literaria de la Escuela de Escritores (y antes, del Taller de Escritura de Madrid), que fue mi segunda casa durante unos años y donde maduré como escritora (y en algunos aspectos, también como persona). De algún modo, esos dos procesos me llevaron a considerarme, un tiempo después, preparada para volver a dar clases. Me habían propuesto dar clases en la Escuela desde su comienzo, pero por varias circunstancias no pudo ser hasta enero de este año [2008].
Lo único que les pido es paciencia y constancia; que no se desanimen. Yo, por mi parte, procuro aplicar el ideal marxista de «a cada uno según sus necesidades, de cada uno según su capacidad». Al final del curso, pido que cada uno haya aprendido el máximo dentro de sus posibilidades. Creo que la exigencia la tiene que poner, de forma realista, cada alumno.
La capacidad de aprendizaje es mayor cuanto más realista sea el alumno respecto de sí mismo, cuanto mejor conozca sus fortalezas y debilidades, sus aciertos y errores. Hay tres clases de alumnos (grosso modo): los que ven sus aciertos y sus defectos, los que sólo (o sobre todo) ven sus defectos y los que sólo (o sobre todo) ven sus aciertos. Los que están en las dos últimas categorías son los que más dificultades tienen para aprender. Porque para aprender algo tienes saber dónde estás realmente en relación con ese algo. Y los alumnos de estos dos últimos grupos no saben muy bien dónde están, sea por defecto o por exceso. Es decir, para poder aprender hace falta tener los pies firmemente asentados en la realidad. Como profesora, intento ayudarles a que sean conscientes de dónde están realmente en cada momento.
Me parece fundamental que haya un clima cálido y distendido en el que podamos trabajar, divertirnos, hablar y reírnos a gusto. Escribir supone, consciente o inconscientemente, una especie de striptease emocional, y para eso hace falta un ambiente en el que uno no se sienta cohibido para mostrarse. Además, existe esa falsa identificación de uno mismo, lo que es, con lo que uno hace, y eso hace que los alumnos estén también, en cierta medida, en carne viva; para poder trabajar bien en esas circunstancias es imprescindible un ambiente acogedor.
¿Consideras la enseñanza como un intercambio? ¿Qué te enseñan tus alumnos?
Toda relación humana es un intercambio, creo yo. Por otra parte, yo no sería profesora si no tuviera alumnos. La enseñanza es un diálogo constante. Mis alumnos me enseñan, para empezar, qué es lo que necesitan de mí en cada momento (de hecho, varias de mis respuestas a este cuestionario son cosas en las que he tenido que reflexionar gracias a mis alumnos). También me señalan mis errores: con su aprendizaje, a través de sus reacciones (expresas e implícitas en sus textos); me obligan a estar atenta y a dar vueltas a las cosas para ver cómo las explico de forma que les pueda ser útil. Me enseñan su camino, su forma de ver las cosas. Y, además, me dan lecciones de tesón y valentía.
Creo que todos estamos en el mismo camino de la escritura; la única diferencia entre ellos y yo es que yo llevo un tiempo más haciéndolo y por eso, sobre todo, puedo ayudarlos y advertirles, acompañarlos como guía durante una parte de su camino. ¡Y me encanta!
Amor a la enseñanza, para empezar. Y amor a la literatura. Capacidad para transmitir ese amor. Capacidad para enseñar. Conocer bien el proceso del aprendizaje, en general, y el de la escritura en particular. Una gran dosis de empatía: hay que saber ponerse en el lugar del alumno. Y una enorme flexibilidad para adaptarse a cada alumno, a cada grupo, a cada situación y a cada problema.
Lo que más me interesa es el proceso del aprendizaje en general y el alumno como persona.
Hay un desfase entre el impulso, tan hermoso y auténtico, que sienten los alumnos hacia la escritura (esas historias que les salen de dentro) y las herramientas que tienen para dar forma a esas historias. Evidentemente, la función de talleres como este es darles las herramientas que les faltan.
Lo que a mí me preocupa, como profesora, es que, en el camino del aprendizaje, no pierdan su confianza en ese impulso inicial. Porque es algo verdadero, que está ya ahí, que es suyo (que es imposible perder, porque está aquí mismo, ahora mismo), y es la auténtica base para escribir. El resto (lo que van a aprender) son herramientas, ni más ni menos.
En todo aprendizaje hay un proceso de des-aprendizaje, de desestructuración, en el que se van abandonando las ideas anteriores, se van descubriendo los errores y se intenta incorporar lo nuevo (esas herramientas). Y es un proceso que a veces resulta muy doloroso, porque uno se siente en una especie de vacío: está abandonando las viejas creencias, pero aún no se siente cómodo con las ideas nuevas, no están integradas todavía en la escritura.
A veces uno tiene la impresión de que le están quitando todo lo que tenía… a cambio de nada.
Y eso duele. Y da un vértigo espantoso, casi insoportable. Y a veces uno se bloquea y no escribe más.
Lo que nos pasa es que, en ese camino de la ignorancia al conocimiento, nos obcecamos tanto en mirar hacia delante, hacia nuestra meta, que clasificamos como malo los errores (lo que no queremos) y como bueno nuestro objetivo (lo que queremos). La tensión entre esos dos extremos es lo que duele y lo que nos hace sentir ese vacío.
En el caso de la escritura, lo que queremos conseguir es que nuestra escritura transmita lo que realmente queremos contar. Y, creo yo, hay que explicar a los alumnos que las herramientas que les ofrecemos no son una especie de decálogo arbitrario impuesto desde arriba (por una especie de Escritor Ideal Omnisciente) que hay que cumplir: esa falsa impresión, en la que caemos todos, yo incluida, cuando estamos aprendiendo algo, es la que nos lleva a dividir nuestra experiencia en malo y bueno. Esas herramientas son la forma más eficaz de poner por escrito lo que ya tienen, algo que ni siquiera su desánimo, su desconcierto o su miedo puede matar.
El proceso del aprendizaje es valioso en sí mismo, y me interesa mucho que eso quede claro: el camino es la meta. La única manera de aprender es atreviéndose a experimentar… y cometiendo errores. Dicho de otro modo: sin esos errores sería imposible aprender. Y a veces (a veces) ni siquiera son errores, o lo son sólo en apariencia: son simplemente algo inesperado que aparece en el camino y que nos indica algo.
Me importa que los alumnos aprendan a confiar en ese impulso, porque entonces los errores dejarán de serlo y se convertirán en señales de por dónde hay que ir. Y no sentirán ese vacío, ni tendrán la impresión de que les están quitando lo que tenían a cambio de nada. Podrán disfrutar de la experimentación, dejando que ese impulso se manifieste, con toda su torpeza… y todo su potencial.
Como puedo. La verdad es que, por el tipo de textos que escribo (y también, lo reconozco, por mi carácter, que tira a inconstante y anárquico), no me hace falta dedicar un tiempo específico a escribir: tomo apuntes cuando se me ocurre algo, y después, durante el fin de semana, dedico una tarde o una mañana a poner orden, pulir, descartar, reescribir.
No tengo escritores favoritos. Suelo tener varios libros en danza al mismo tiempo, que alterno como puedo y dependiendo de muchas cosas (hay noches que estoy tan cansada que soy incapaz de leer una sola línea). Y, como dice una amiga mía, desde que llegó Netflix, la pila de libros pendientes aumenta… Pero, bueno, si tengo que decir favoritos, Cortázar lo es, sin duda, e Italo Calvino y Paul Auster (a veces) y Jhumpa Lahiri siempre, y Max Porter y su Grief is the Thing with Feathers…
Me paso el día leyendo y escribiendo, y casi siempre en el ordenador, sí. La única explicación que se me ocurre es que la palabra escrita es mi medio natural, donde me siento realmente cómoda, en casa. Será por eso que se me pasan las horas volando.