Javier Sagarna

Escritor y profesor de escritura creativa. Licenciado en Farmacia. Director de Escuela de Escritores y miembro de la Junta Directiva de la European Association of Creative Writing Programmes (EACWP), de la que fue presidente entre 2010 y 2023. Es profesor de novela y relato breve desde 1998, imparte las asignaturas de Géneros Literarios y Proyectos Narrativos en el Máster de Narrativa y La mirada del profesor en el Diploma de Especialización en la Enseñanza de la Escritura Creativa.

Ha impartido clases en instituciones como la Universidad Nacional de Colombia, el Orivesi College of Arts (Finlandia), Scuola Holden (Italia), la Universidad de las Artes ArtEZ (Países Bajos), la Universidad de Curaçao, la Escuela de Escritura de la Universidad de Alcalá, la Universidad Menéndez Pelayo (UIMP) o el Instituto Cervantes de Cracovia. Asesoró al gobierno de Panamá en la creación de un programa oficial de Escritura Creativa. Dirige la participación de Escuela de Escritores como miembro español del Proyecto CELA orientado a la formación, traducción y promoción en el contexto europeo de jóvenes talentos literarios.

En el marco de la EACWP ha impulsado diversas conferencias internacionales sobre la docencia y pedagogía de escritura creativa, así como cursos de escritura a nivel internacional como Fundamentals of Poetry, Urban Storytelling o el espectáculo multidisciplinar Melting Plot e intercambios docentes con entidades como ArtEZ y la Universidad de Texas en El Paso (Estados Unidos).

Ha publicado las novelas Mudanzas (Gens, 2006) y El misterio del emérito en el emirato (Binomio, 2023), los libros de relatos Ahora tan lejos (Menoscuarto, 2011) y Nuevas aventuras de Olsson y Laplace (Menoscuarto, 2015) y la novela infantil Rafa y la jirafa (Dylar, 2013).

Es colaborador del programa La Ventana de la Cadena SER, donde dirige la sección Relatos en Cadena.

Entrevista al profesor

Yo estoy convencido de que los escritores, sobre todo, se hacen. Es cierto que uno puede nacer con una mayor o menor sensibilidad artística, pero eso vale de poco si no se moldea. Durante muchos años los escritores se moldearon solos –o casi, que las tertulias y los amigos escritores hacían muchas veces el papel que hace ahora un taller-, a base de leer y escribir como posesos. Ahora una escuela de escritores allanarnos el camino. No es que nos vayan a liberar de escribir o leer una sola línea, al contrario, pero sí que van a orientarlas de forma que en menos tiempo podamos adquirir una formación más completa y estructurada. En una escuela de escritores el talento se cultiva y la técnica se aprende. Yo siempre digo con orgullo y gratitud que aprendí casi todo lo que sé de mis maestros.

Ser profesor para mí significa tener el mejor trabajo del mundo, poder devolver, de alguna manera, todo lo que otros maestros me dieron a mí, pero también disfrutar de cada comentario, de ver cómo los alumnos crecen poquito a poco, cómo van desarrollando sus capacidades y haciéndose escritores. Es un privilegio, la verdad. Empecé a impartir clases en 1998. Había sido alumno de Enrique Páez que pensó que tenía cualidades como profesor. Primero me ofreció unas clases a prueba, luego me propuso trabajar en su taller. Y así empecé a dar clases, primero compaginándolas con mi trabajo de entonces, desde 2002 ya como mi principal actividad.

La libertad de cátedra de los profesores –y aquí hablo como socio de la Escuela- es una de las banderas de Escuela de Escritores. Cuando empezamos con este proyecto, una de las primeras decisiones que tomamos fue decantarnos por una escuela basada en la calidad profesores, en la que, sin descuidar en absoluto la calidad de los materiales teóricos ni, por supuesto, el indispensable papel de la lectura, el peso se pusiera sobre la capacidad de los profesores para comentar los textos y para transmitir su visión particular de la escritura, su entusiasmo y su amor por la misma.

Respecto a mis peculiaridades como profesor, trabajo sobre todo sobre los textos. Dicen que tengo buen ojo para leer los textos, para comentarlos y señalar lo que falla y proponer alternativas y proponer vías de mejora personalizadas para cada alumno. Me gusta adaptarme a la forma particular de crear de cada alumno, estimular la lectura y el pensamiento libre. Mi trabajo es dar guía y consejo, iluminar el camino y acompañar a los alumnos por él.

A mis alumnos les pido ganas de escribir (amor por la escritura, si puede ser) y buena disposición para aprender y aceptar la crítica. Respecto a mi nivel de exigencia, lo cierto es que a los alumnos no les exijo nada más que el compromiso indispensable para aprender y que participen del curso y de sus actividades con entusiasmo. Que escriban cada semana, que comenten los textos de los compañeros, que lean y comenten los libros que constituyen el programa de lecturas de cada curso, etc. Por lo demás, mi trabajo es sobre todo dar, no exigir, dar a cada alumno tanto como demande, un poco más siempre, de forma que quien quiera aprender y convertirse en escritor pueda hacerlo y quien tenga pretensiones más modestas y solo pretenda divertirse escribiendo pueda hacerlo también. Eso sí, no suelo perder ocasión de mostrarles que la verdaderamente exigente es la literatura.

Me parece esencial que haya un buen ambiente, con un intercambio fluido de opiniones y comentarios sobre los textos y la literatura. Y me parece muy bien que, en muchas ocasiones, de mis clases (y las cañas que nos tomamos casi siempre a la salida) surjan amistades y complicidades. Siempre sin perder de vista la tarea, eso sí, sin olvidarnos de que el objetivo del grupo es escribir y crecer como escritores.

La enseñanza es fundamentalmente una relación vertical donde uno, el profesor, da y otros, los alumnos, reciben. Esa es su naturaleza. Dicho esto, también está claro que un profesor aprende muchísimo de sus alumnos, tanto en el plano humano como en el literario, y desde luego yo he aprendido muchísimo de mis alumnos a lo largo de estos años. No sería el mismo escritor ni la misma persona sin todo lo que mis alumnos me han dado.

Amor por la literatura, amor por la enseñanza, ojo crítico más allá de trucos y recetas, respeto e interés por el trabajo de los demás y una base teórica y de análisis textual lo más amplia posible. También es conveniente ser escritor (hay que conocer el oficio desde dentro) y haber asistido a talleres como alumno.

Me gustan las grandes historias, esas que tienen distintos niveles de significado, pero que también nos atrapan y nos divierten. Me encanta investigar las mil maneras de armar un texto, cómo estructurar la información, qué se cuenta y qué no se cuenta, cuándo un detalle ha de ocultarse y cuándo es esencial mostrárselo al lector. Se dice que la precisión es la poesía de la prosa y puede que sea verdad. Un escritor tiene que ser preciso, tanto a la hora de elegir las palabras que cuentan sus textos como al seleccionar, entre todos los que podría contar, los hechos justos que formarán parte de su texto y que serán suficientes para contarlo todo. Además, me gusta la literatura de género, las aventuras, la ciencia-ficción, la policiaca… Pero sobre todo me gusta que cada alumno profundice en su propio camino, que encuentre lo que de verdad quiere escribir, y guiarle para que consiga hacerlo realmente bien.

Los concursos literarios están bien (hablo siempre de los verdaderos, no de los que no son más que estrategias de marketing con ganador/a prefijado), siempre que a uno no se le suban a la cabeza. Quiero decir que es estupendo presentarse a concursos –algo que todo escritor debe hacer, pues forma parte de su oficio- y más estupendo aún ganarlos. De verdad que uno cuenta esos éxitos entre las grandes alegrías de su vida. Además el dinero viene muy bien y el ratito de gloria viene a compensar las muchas horas de soledad y trabajo duro que uno necesitó para escribir no solo ese relato, sino también los muchos que lo precedieron y lo hicieron posible y, muy probablemente, están en la papelera. Pero los concursos no lo hacen a uno escritor. Un escritor se consolida en sus publicaciones, cada vez que uno de sus libros llega a las librerías, a los lectores.

Bien. Se trata de abrir tiempos distintos para ambas actividades. Cuando escribo, trabajo como escritor. Cuando enseño, como profesor. En general consigo que no se me mezclen las cosas.

La verdad es que soy bastante ecléctico en mis gustos. Me gusta la precisión y la capacidad para la metáfora de los autores norteamericanos: Carver, Ford, Lorrie Moore, Amy Hempel, Salinger, pero adoro también mirarme en el espejo del mar con Joseph Conrad o recorrer la sabana con Isak Dinesen. Me conmueve la emoción brutal de Agota Kristoff, la verdad de Primo Levi, pero también pasar las tardes de verano al ritmo de las frases interminables de Proust o viajar a las estrellas con Ray Bradbury. Shakespeare, Cervantes, Cortázar, Borges, London, Tolstoi, Ana María Matute, son infinidad los habitantes de mi particular Olimpo literario.

En mi mesilla de noche, ahora mismo, me espera Pórtico, de Frederik Pohl, una fascinante novela de la mejor ciencia-ficción.

Son textos muy variados. En Mudanzas, mi primera novela, combinaba una acción trepidante con un tema de fondo que siempre me ha inquietado: los cambios que nos exige la vida y la inutilidad de huir en esos casos. Es una novela urbana, cuyos protagonistas viven entre las drogas, el desconcierto vital y una velocidad que no parece llevarles a ninguna parte.

Ahora tan lejos, por su parte, es un libro de relatos intimistas, realistas en su mayoría (aunque hay alguno incursión en otros géneros) que nos hablan de cómo las cosas quedan atrás y de cómo sobrevivimos a todo eso.

Rafa y la jirafa es uno de esos libros que a mí me hubiera gustado leer cuando tenía 8 ó 10 años. Hay aventuras, hay mucha acción y hay, al fondo, un abandono al que el protagonista deberá sobrevivir.

Por último, Nuevas aventuras de Olsson y Laplace, que seguramente es mi mejor libro, es un gran juego, un experimento del que estoy muy orgulloso y que creo que acabó saliendo bien. Bajo la apariencia de una serie de relatos de aventuras, se esconde una bomba de relojería pensada para volar, no solo los cimientos del género de aventuras, sino también la sensación de sentido y utilidad con la que andamos por la vida.

Intento no pararme nunca. No siempre es fácil, eso sí. Ahora mismo estoy con una novela que me está costando más de lo previsto. A veces pasa eso, a todos nos pasa, y la única receta que conozco en estos casos es confiar y seguir escribiendo. Así que en ello estoy.

En la vida siempre hace falta una pizca de suerte para que los planes encajen, pero yo diría que en general uno obtiene las cosas que desea de verdad, siempre que esté dispuesto a trabajar cuanto haga falta para ello. Personalmente, me encontré con 27 años, un trabajo teóricamente bueno en la industria farmacéutica y una depresión de caballo solo de pensar que mi vida iba a ser solo eso: ir a la fábrica y analizar medicinas. Entonces empecé a escribir, como rebeldía ante ese futuro que parecía inevitable, luego entré en un taller de escritura y descubrí dos cosas que me apasionaban: escribir y comentar textos. Así que, sin planteármelo siquiera al principio y con paciencia después, a lo largo de 11 años fui poco a poco dando la vuelta a mi vida. En ese camino tuve algo de suerte a veces y otras veces no tanta, pero no dejé de caminar. Así que, desde mi experiencia, yo pienso que sí, que cualquiera que lo quiera de verdad puede dar un cambio radical a su vida.

Sueño con poder vivir siempre de enseñar a escribir. Vivir de la escritura no me interesa. Si algo te da de comer te impone a cambio unas servidumbres que, en el caso de la escritura, suelen tener que ver con escribir mucho, rápido y de cualquier manera, con hacer novelas mediocres para mantener el puchero lleno. Para mí la escritura es mi reducto de libertad total, donde me doy el derecho de escribir lo que quiero y al ritmo que necesito para dejarlo exactamente como a mí me gusta. No soñar con vivir de la escritura es el precio que pago gustoso por seguir siendo libre.

Javier Sagarna, director de Escuela de Escritores. Fotografía de Isabel Wagemann - IMG570
Fotografía: Isabel Wagemann
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