Diplomada en Biblioteconomía y Documentación, también tiene estudios en Filología Hispánica. No obstante, su verdadera formación comenzó en el año 94 cuando se matriculó al taller de relato en el Taller de Escritura de Enrique Páez. Desde entonces, no ha dejado de formarse como escritora y como profesora de escritura creativa.
Comenzó su andadura como profesora de escritura creativa en 2006 en la Escuela de Escritores. Un año después decidió especializarse en literatura fantasista, creando uno de los talleres pioneros especializados en este género. Desde entonces, se ha dedicado al estudio de los géneros de lo imposible y muy especialmente a la vertiente práctica: a la aplicación de los recursos necesarios para escribir historias de género fantástico.
Durante estos años ha impartido numerosos talleres de literatura fantasista, escritura creativa o redacción y estilo en diversas empresas e instituciones. Actualmente imparte el Itinerario de Literatura Fantasista de la Escuela de Escritores.
Ha participado en diversas antologías de relatos y ha colaborado con varios medios digitales. En 2021 publicó su primer libro de relatos en solitario, Deja que el viento se lleve mis cenizas (Orciny Press).
Inés Arias de Reyna es una gran profesora, alguien quien cree firmemente en su labor, inspira y exige a partes iguales. Sus comentarios siempre atinados me han ayudado mucho a crecer como narradora. En los dos años que he cursado el Itinerario de Literatura Fantasista, no solo he aprendido sobre técnicas literarias y géneros, sino que también he descubierto autores increíbles, y he logrado escribir relatos cortos y largos. Ha sido una gran experiencia que me ha enriquecido como escritora.
Marianela Maldonado, desde Ventura (California)
Entrevista al profesor
Pero vamos a ver, ¿cómo no voy a creer que se puede aprender a escribir? Que soy profesora de escritura, si no lo pensara, íbamos buenos.
Ahora en serio, creo que todo escritor tiene que nacer ─en esto, yo, a lo Monterroso: a día de hoy no he conocido todavía un escritor que antes de escribir no haya nacido primero─ y, después, aprender a escribir. Uno puede aprender solo o acompañado, pero aprender tendrá que hacerlo le guste o no.
Lo primero que suelto ─a bocajarro─ en mis cursos es que nunca digo a un alumno que es el mejor escritor del mundo ni que es el peor. Si dijera a un alumno que es el mejor escritor del mundo, el alumno dejaría de aprender. Y, aunque uno sea muy bueno, siempre tiene algo que mejorar. En cuanto a lo de decir a alguien que no vale para escribir, no sería muy buena profesora, la verdad. Pero es que, además, nadie nace siendo un gran escritor, ni siquiera los grandes escritores nacieron siendo grandes escritores ─nacer, nacieron, eso sí─. Habrá quien tenga un don especial y habrá quien no, pero los que tienen el don y no intentan superarse día a día lo estarán tirando a la basura. Y quien no lo tiene, si se empeña y trabaja con tesón, acabará siendo un buen escritor.
Lo que sí es verdad es que el camino es menos arduo si te acompañas de un maestro que te guíe y de unos compañeros que te amparen en las cuestas
En definitiva, contestando a las preguntas: sí, se puede enseñar a escribir y, sí, los escritores nacen, pero, no, con nacer no es suficiente para ser buen escritor.
Me apasiona. Me agota. Me llena a borbotones hasta que me desbordo. No sé si en mis genes hay algo impregnado de escritura, pero que llevo grabado a fuego en ellos mi vocación de maestra, segurísimo. Mi madre es maestra, mis tíos son maestros, las parejas de mis tíos son maestros. Vamos que si no es herencia genética, será de la otra, de la de imitar lo que te rodea.
Si ya se me veía de pequeña la vocación: mi forma de estudiar era enseñando. Me sentaba en la mesa de mi cuarto y miraba a la ventana como si fuera un aula repleta de alumnos a los que les tenía que explicar la lección del día. Y, cuando me lo había aprendido de tanto repetirlo en voz alta a mi aula invisible, me buscaba a algún compañero de carne y hueso que necesitara ayuda para poder explicárselo.
Creo que el porqué comencé a impartir clases está claro: cuando a uno le apasiona algo de esta manera, acaba trabajando de ello tarde o temprano ─que sea antes o después dependerá de lo cabezota que sea. Empecé con 23, calculad vosotros lo dura que es mi mollera.
En cuanto al cómo, pues fue un poco a lo loco, la verdad. Empecé dando clases de inglés y de ofimática en cursos de formación continua de la Fundación Tripartita. No es que fueran las materias que más me apasionaban, pero era enseñar. De ahí, salté a la Escuela y fue un buen salto, sí, señor:, porque junté dos de las cosas que más me gustan hacer: enseñar y escribir. Me siento una privilegiada, soy de esas personas afortunadas que trabajan en lo que les gusta y que pueden pasarse ocho horas al día disfrutando de su trabajo.
Mi metodología es diferente para cada alumno, porque somos tan distintos que lo que le diga a uno, puede que no le sirva al de al lado. Está enfocada, eso sí, a sacar lo mejor que el alumno tenga dentro: no busco que de mis clases salgan Quevedos, Maupassants o Carvers, de mis clases quiero que salgan Marías, Robertos, Lucías y Enriques. Todos tenemos algo que contar, algo distinto y apasionante, y me gusta pensar que ayudo a mis alumnos a que lo saquen afuera.
Para conseguirlo, tiro de cualquier cable: consejos de escritores, lecturas recomendadas, relatos de ejemplo, comentarios a alguna lectura concreta y, cómo no, el trabajo que hagamos ─ellos y yo─ sobre sus propios textos.
Aunque, de todas formas, lo que mejor define mi metodología es la risa. Me gusta reírme en clase, me gusta que se rían en clase. Cuando uno está en un ambiente en el que se puede reír sin tapujos, es más fácil que se sienta libre para decir y escribir lo que le dé la gana. La libertad la mido por la cantidad de carcajadas que desparramas a lo largo del día: mi momento de mayor libertad es cuando estoy en clase o en un chat.
¿Que qué les pido al principio del curso? Que escriban y que comenten los textos de sus compañeros. ¿Al final? Que sigan escribiendo. ¿Mi nivel de exigencia? Pues acorde con el de ellos mismos. Si un alumno se exige poco, yo le exijo más; si uno se exige mucho, yo le exijo menos. Porque si uno se pide poco así mismo, mi labor como profesora es animarle a que encuentre sus propios límites; si otro se exige mucho, creo que mi labor es ayudarle a ver sus propios logros.
Por otro lado, lo que sí que no soporto son las ganas de no aprender. Si hago un comentario es porque quiero ayudar al escritor a crecer. Me molesta que un alumno no quiera crecer; ante esta situación, suelo ser muy exigente: si estás en un taller es porque quieres aprender a escribir, no porque quieras recibir palmaditas en la espalda o latigazos en las piernas.
A esto ya he contestado, ¿no? Me gusta que nos riamos todos juntos. Si en un curso nos reímos ─como ayer, por ejemplo, que en los dos cursos que tuve no paramos de reír─, el curso va bien.
Hay momentos serios, claro que sí, por ejemplo, cuando el compañero está leyendo. Nos callamos y lo escuchamos. Porque el respeto a todos los textos va unido a la risa. No se trata de reírse porque sí, se trata de que la risa nos acompañe en el aprendizaje. Que disfrutemos de lo que hacemos, de que nos sintamos libres para aprender y para desarrollarnos como escritores. Cuando uno está relajado, no tiene tantos problemas en realizar críticas y recibirlas y, ¿qué mejor manera de relajarse que riéndose?
Como profesora me toca dar y doy todo lo que puedo a mis alumnos. Me estrujo hasta que me queda poco dentro. Hay cursos en los que me he vaciado tanto que me he quedado como una pasita seca. No espero que mis alumnos me den nada, porque esa es mi labor. Y la suya: pedirme más. Si un alumno me pregunta algo que no ha entendido, busco la manera de contárselo de otra forma, de una que le ayude a comprenderlo. En esa búsqueda para seguir dando, aprendo muchísimo, por supuesto. Mis alumnos me aportan ganas de seguir investigando sobre la literatura, me ofrecen -la mayoría de las veces sin saberlo- visiones distintas de tal o cual materia, me obligan a ser más paciente, más cariñosa, más dura, menos exigente.
Pero, sobre todo, lo que me aportan mis alumnos son ganas de seguir enseñando. Cuando veo que un alumno ha avanzado, me siento orgullosa de él y, aunque suene un poco mal, también de mi trabajo; ver la evolución de un alumno es una carga de adrenalina; es como si te estuviera dando las gracias por haberle ayudado a avanzar. Si encima te dan las gracias de forma verbal, la carga ya es apoteósica. Creo que a estas alturas de la entrevista ya se ha notado que soy un tanto pasional. He tenido momentos increíbles delante del ordenador, al recibir un mensaje de un alumno en el que demuestra que ha interiorizado un asunto concreto que se haya tratado en el curso. En estas ocasiones me levanto y voy corriendo a mi marido a contárselo: «Mira, mira lo que ha dicho Fulanito» o «tienes que ver el relato que me ha mandado Menganita. Espera, espera, que te lo leo para que lo veas». Me desbordan de alegrías y eso hace que me dedique a dar la lata a todo el que está a mi alrededor: que si mi alumno Tal ha dicho cual, que si fíjate lo que ha pasado en mi curso, que mira lo que hicimos en el último chat.
En fin, si a eso lo llamamos intercambio, entonces sí, la enseñanza es un intercambio brutal.
Respeto al alumno y a su texto. Pasión por la enseñanza y amor por la literatura. Es importante haber sufrido los mismos procesos ─o parecidos─ que tus alumnos, es decir, que también seas escritor. Un poco de ojo izquierdo y un tanto del derecho para saber cuándo hay que callar y cuándo hay que apretar las tuercas, aunque esto lo da la sensibilidad de uno y, sobre todo, la experiencia.
Depende. En cada curso profundizo en cosas distintas. En los de iniciación (El gozo de escribir y Escritura creativa) insisto en la construcción de la historia (el conflicto, el cambio, los recursos de composición) y en la concreción (intento que comprendan la necesidad de que el lector vea lo que sucede). En los cursos de Literatura fantástica, la cosa cambia un poco. En estos cursos insisto en la verosimilitud, el pacto con el lector y en la contención de las descripciones (que no se pasen en explicar cómo es el mundo que han creado). Y, cuando el grupo ya ha llegado a cierto nivel, me gusta trabajar las distintas formas de conseguir la fantasía. Ahora mismo, en el grupo de Literatura fantástica presencial, hemos empezado a trabajar la transformación del objeto en fantástico (ayer leyeron cómo el Empire State agarraba un rayo para subir al cielo, cómo una bandada de patitos de goma atacaban a una mujer que practicaba el ala delta o cómo una nave espacial adquiría la forma de un perro) y la semana que viene trabajaremos la conversión de una persona real en personaje fantástico; es decir, ¿cómo se convierte un personaje en un personaje fantástico?, ¿qué elementos necesitamos para conseguirlo?
Pues que está muy bien si no limitas tu creación literaria a esto. Si todo se reduce a ganar concursos, entonces se pierde la esencia de la escritura. Uno escribe para que lo lean, no para ganar concursos. Por supuesto, en este sentido, la publicación se convierte en el fin último; pero no creo que esto tenga que limitarnos tampoco. Si llegas a publicar, bien, bien y bien. Si no llegas a publicar, pues a seguir escribiendo y a seguir mejorando cada día.
El juego en el que entras con la escritura como profesor es alucinante: tienes más ganas que nunca porque estás tan en contacto con la escritura, con relatos de otros (alumnos o no), que el cuerpo te pide que tú también escribas; sin embargo, cuando terminas una tanda de comentarios, el cerebro se pone en huelga. Aún así, desde que soy profesora, mi compromiso con la escritura -con mi escritura- es mayor y más maduro -o, mejor, más realista-.
A esta pregunta nunca he sabido responder. Mira, a los ocho años mi autor favorito era Cavafis, pero a los nueve descubrí a Jack London y abandoné al griego porque no lo entendía. Después llegó Verne y desplazó a London, pero enseguida vino Lope de Vega, que fue derrocado por Tolkien, que pasó a segundo plano cuando llegó Cervantes, pero sus Novelas ejemplares no me gustaron y eso hizo que lo sustituyera por Yourcenar, que enseguida dio paso a Cortázar, con este me quedé unos años ─sigue siendo uno de mis favoritos─, pero es que Shakespeare es Shakespeare, luego llegó Homero, que me deslumbró, Platón y Aristóteles me dejaron con la boca abierta y me devolvieron a Cavafis, que volvió a ser sustituido esta vez por Quevedo ─estos dos últimos siguen siendo de mis preferidos─, que abrió las puertas a la Divina Comedia, a Goethe, Dickens y Flaubert; de ahí me paseé un tiempo por Machado que me lanzó a Lorca, que me llevó hasta Valle-Inclán, luego aparecí en Tabucchi, Carver, Virgilio, Rojas y Calvino. Clarín y Chéjov me vuelven loca y recurro a ellos cada vez que me da la gana. Al final, he terminado con Jordan, R.R. Martin y Andrzej Sapkowski. Pero si dijera que mis autores favoritos son estos tres, tiraría por la borda veintidós años de grandes lecturas.
El porqué es tan largo de contestar… con cada uno hay una razón que es distinta ahora de cuando los leí. A uno le gusta un autor a los quince por unas razones que nada tienen que ver con las que tiene diez años después.
Ahora mismo me estoy leyendo, como suele pasar, siete libros a la vez: Las mentiras de Locke Lamora, de Lynch; A través del Nido de Ghants, de Williams; Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany; un Inventario de criaturas fantásticas, de Rosa Gómez Aquino; La mitología celta, de Jesús Ávila; Cancionero popular de la guerra civil española, de Luis Díaz; y Las ciudades invisibles, de Calvino, que ya me lo leí pero lo he puesto como lectura en uno de mis cursos y quería refrescarme la memoria.
Creo que no tiene nada que ver lo uno con otro, aunque suele darse la coincidencia de que a los que nos gusta la fantasía también nos gustan los juegos de rol. Pero solo es pura coincidencia. Los hay que escriben fantasía y no juegan y los hay que juegan y no escriben. El ejemplo son mis alumnos: muchos nunca han jugado al rol y otros muchos sí. El ejemplo soy yo: cuando jugaba al rol no escribía mucho y, ahora, que juego menos, escribo más.
Jugar al rol no creo que ayude a la escritura ni más ni menos que lo que puede ayudar leer un buen libro. Todo lo que ayude a potenciar la imaginación y a que salgan historias nuevas, bienvenido sea. Si no ayuda, pues no pasa nada.
Vaya preguntita. Pues representa el papel del olvido. Cada poco me tengo que andar recordando que la escritura es un juego ─más o menos serio, pero juego al fin y al cabo─. Me gusta «El gozo de escribir» porque me ayuda a recordarlo. Cuando imparto un curso del Gozo, me paso un mes diciéndoles a mis alumnos que no se olviden de que la escritura es jugar, que lo recuerden cuando se atasquen en un texto y que lo recuerden cuando lleven dos años escribiendo y la teoría literaria les pese tanto que no les deje escribir.
A veces necesitamos que nos sacudan un poco tanta teoría, tanto deseo de perfección, tantas ganas de «escribir bien» y nos recuerden que la escritura es, ante todo, la expresión de uno mismo: ¿y qué mejor manera de sentirte bien contigo mismo que disfrutando de este arte?, ¿y qué mejor manera de disfrutar de algo que viviéndolo como un juego, como cuando antaño te enfrentabas a la decisión de elegir entre las canicas o las chapas? Me gusta sentarme a escribir, como voy a hacer dentro de un ratito, en cuanto termine de contestar a esta pregunta, y decidir si esta vez quiero experimentar con el narrador o con la ambientación. Hoy, sin duda, voy a elegir la ambientación.
Y, si me lo permitís, voy a despedirme como lo hago siempre que cierro un mensaje: Mil besos, Inés.